Un Perrito en Katowice

Un sabio alguna vez dijo, con más, menos u otras palabras: «Una aventura no es memorable si no involucra un altercado con la autoridad.» Por supuesto que esta «aventura» de casi 20,000 km es memorable.

Entre otros roces con la autoridad que irán siendo narrados en este blog, merece la pena contar aquel encuentro que tuve con el oficial Ivan Putski en el aeropuerto de Katowice, mientras esperaba mi mochilota. Eran tiempos de porcina, hacia un calor bestial y Pëtr, quien había fracasado bastante bien en la boda de la que veníamos, acababa de echar toda la carne al asador, esperando conquistar a una altísima y bella polaca llamada Agatha con su sapiencia sobre El Laberinto de la soledad. Estaba a un costado de la banda, observando pasivamente -aunque con asombro- el poco asco que expresaba la güerota ante los claros síntomas de H1N1 que mostraba Pëtr. Repasaba las interminables piernas que con elegancia presumía la dievochka, al tiempo que disfrutaba del soundtrack de The Life Aquatic en mis audífonos.

Fue en este estado de contemplación sonorizada que, al compas, empecé a sentir mordiscos y jaloneos extraños en las piernas. Su intensidad creció rápidamente hasta obligarme a distraer mi atención para atender lo que no era un chamaco ni limosnero, sino un labrador negro retenido por su dueño, un luchador/policía ultra-mamado, serio, rapado, malencarado, de dos metros de alto, que gruñía a mi lado expresiones de odio e intolerancia que se entrelazaban a la perfección con la canción que estaba escuchando.

Sin discreción alguna fui alejado de los demás pasajeros. Me llevaron a un cuartito donde tuve que vaciar mis bolsillos; quitarme los zapatos y dialogar con el oficial Sputski sobre un tema que nada tenía que ver con la H1N1. No entendía qué estaba pasando. Los tambores se enardecían.

Nos esforzábamos por comunicar, alternando ruso, inglés y polaco sacado del calzón; en ocasiones lográbamos avances, en otras no. El gigante hojeaba una pequeña bitácora en la que había anotado pendejadas como horarios de vuelos, nombres de viejas y ciudades que esperaba visitar camino a Beijing y, con cara de sospecha, exigía explicaciones. ¿Cómo explicas que vas a Kiev para tomar un tren a China? ¿y en polaco? Entendí que el perro parecía haber olido una sustancia peligrosa o narcótico. Ni él ni el firulais daban con algo prohibido. Me acusaba de traficar drogas y de portar armas. En mi cabeza seguía sonando la música.

Afortunadamente, después de ver que mis chicles, libro, bitácora, cámara y ipod no representaban una amenaza para Polonia, y en un momento que hubiera coincidido con aquel en que la rola debiera haberse serenado, hulk se calmó. Preguntó si había llegado en el vuelo de Barcelona y, de paso, «si me la había acomodado sabroso en aquella ciudad del demonio». Por lo menos eso entendí. Se alivianó el ambiente y riéndose me dijo que Firulais tenia el don de poder oler hasta los ingredientes de la peda de hace una semana y que seguramente había percibido la loción de Padrino que llevaba desde hace un par de días. Iván acabó felicitándome por las fiestas en las que había estado y por aquellas que seguramente tendría en Katowice, advirtiéndome no obstante que Firulais me estaría vigilando. Sin aclarar que estaba por tomar un avión a Ucrania, aproveche la interrupción del radio de policía para despedirme y retomar mi puesto a un costado de la banda, sintiendo algo de lástima por Firulais, quien se quedaría en Katowice a soportar el olor de su amo y de los demás sovietilandeses de la ciudad, alivio por haberme librado de la autoridad y resentimiento contra aquellos que apestaron mi ropa.

Para entonces, Agatha, la güerota increíble que no le hacia el fuchi a la porcina, aterrorizada, se había alejado de Pëtr. Se dijo luego: «La paloma voló y voló.» Fue un capítulo memorable de la aventura, y el primer encuentro de varios con las autoridades sovietilandesas.

2 comentarios en “Un Perrito en Katowice

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