Andrei Rostislavovich

Esperando no aburrirlos, lo que sigue busca explicar lo que para muchos es inexplicable. Se trata de una serie de decisiones, donde algunas fueron genuinas y otras ilusorias, que me llevaron a tomar la ultima, que fue botarlo todo por una vida en el camino, o al menos muchos meses.

A los quince años me fui a vivir un año a Barcelonnette, un pueblito perdido en los Alpes franceses donde no había más que hacer que deportes extremos como esquí, snowboard, tiro al blanco, parapente, kayak, alpinismo y escalar, todos los cuales practiqué con muchísimo entusiasmo. Ese año me tocó escoger el área de estudios en la que me quería enfocar, teniendo como opción literario, científico y económico-social; nada muy apetecible, pero algo debía escoger. Elegí la tercera, pero los franceses no pudieron aguantarse las ganas de intentar humillarme, poniendo por escrito que había sido rechazado del área científico pero aceptado en económico-social. Ese año también aprendí a malabarear, a darle al diabolo y al bastón del diablo, y estoy convencido que pasé el tan temido baccalaureat gracias a estas artes, que me ayudaban a soportar la tremenda hueva que implica estudiar para ese examen. Hasta saqué mención assez bien, que para mi no es más que otro insulto francés pero que según ellos es algo cabrón. ¿Por qué querrías que tu diploma diga que lo hiciste «suficiente bien»?

Mi siguiente gran decisión se dio al acercarse el fin de la prepa: ¿qué y donde estudiar? Malabares me parecía lo más divertido y brevemente coquetee con la idea de irme a Bélgica a estudiar circo. Claro, ¡qué idea tan poco seria! Entonces pensé en Relaciones Internacionales, que por su simple nombre parecía una carrera que me permitiría viajar por el mundo como hasta entonces lo había hecho con mis padres, ambos diplomáticos. En qué consistía el plan de estudios o cual era el mercado laboral no fueron preguntas que me hice, pero me desanime cuando oí que los que estudian eso no saben hacer nada y sólo tienen buena conversación. Entonces, sin cuestionarlo en absoluto, me compré la idea de que podría seguir los pasos de mi papa, quien había estudiado derecho en la UNAM. Para cuando acabé la prepa, la UNAM llevaba un par de meses en huelga, así que me fui a viajar por Europa del Este en lo que reanudaban clases. Para Noviembre seguía cerrada y decidí irme a Dinamarca a ver si conseguía una chambita y luego, a escoger una escuelita donde estudiar algo chido. Después de trabajar de obrero en un invernadero, me fui a Krogerup Hojskole, una especie de camp para adultos donde podía aprender fotografía y música, todo en danés. Como el de Barcelonnette, el año de huelga de la UNAM fue una maravilla.

Cuando la UNAM abrió sus puertas, una parte de mi murió. Nadie me había advertido que correría el riesgo, contrario a los internacionalistas, de tener una conversación de ultra-hueva (que si la reforma constitucional esto, que si la ley de amparo lo otro… terrible) o que estaría rodeado de la gente más pretenciosa del país, con pelmazos de primer semestre que no trabajaban, pero aun así usaban traje, corbata y -hazme el chingado favor- portafolios. Tampoco me advirtieron sobre la discriminación que por güerito de escuela privada iba a sufrir en la UNAM, que para mi papa, aunque americanista, era la unica universidad; ni me confesaron que de las seis mil mujeres que diario pisan sus aulas, solo vería a 5 o 6 bonitas, aunque con el tiempo ajustaría mis gustos hasta dejar de discriminar (¡Qué ardido me puse el día que conocí la Ibero!) Estuve muy cerca de librarme de esos cinco años de derecho x, derecho y, derecho z, etc. cuando reprobé el examen de admisión a la UNAM. Volví a estar cerca cuando sus estudiantes se fueron a huelga, pero como los huevones no lograron bloquear la entrada al sitio de inscripción al examen, pude presentarlo una segunda vez y, habiéndole atinado a una pregunta demás, lo pasé.

Después de unos años, hasta empecé a comprarme la idea de que amaba mi Facultad, de que a pesar de sus centenas de maestros mediocres, sus burócratas nefastos, instalaciones deplorables y alumnos flojos y tramposos, no había nada como la UNAM. Hoy me atrevo a decir que son solo tres cosas las que la hicieron chingona en los tiempos que estuve: el apoyo económico que me dio para irme de intercambio a Montreal, el CELE, donde aprendí ruso, tantito griego y algo de italiano y, finalmente, el espacio escultórico y reserva ecológica. No tengo recuerdos gratos de la Facultad, sino lo contrario, pero aun así me eché 5 años estudiando ahí lo más aburrido que hubiera podido escoger. Si tuve 5 materias (¡de unas 85!) que me interesaron «genuinamente», creo que fueron muchas. Las comillas son porqué en realidad dudo que me hayan interesado, simplemente creo que tenia que encontrarle el gusto a algo, o me hubiera vuelto loco. ¿Por qué no lo dejé? Probablemente porque no se me ocurría otra cosa que estudiar, porque no quería «tirar el tiempo ya invertido a la basura», porque el CELE, el espacio escultórico y, casi la olvidaba, la curvita, me ayudaban a soportar esa monotonía jurídica. En fin, seguramente por falta de huevos o porque seguia pensando que era el camino para convertirme en funcionario internacional y así poder recorrer el mundo y ser feliz.

Siguiente decisión importante: ¿donde hacer el servicio social? Por falta de créditos, me batearon en la Secretaria de Relaciones Exteriores. Entonces, entré a PMI Comercio Internacional, una filial de PEMEX, a revisar contratos para comprar papelería, muebles, software y cuanta cosa de hueva te puedas imaginar. Gente muy linda, eso si.

La que le siguió: participar en el torneo mundial de ñoñería jurídica llamado Jessup, o no. Me vendieron unas super fiestas en D.C. y yo me convencí que era la única forma de dejar de beber Tonayán y de frecuentar tanto el espacio escultórico.

Luego, ¿donde chambear? se acercaba el verano y me proponían entrar a un despacho medio tiempo. Cuando pregunté si durante las vacaciones también iba a ser medio tiempo o si pagarían más por el tiempo completo, se rieron de mi. Les rechacé su miserable oferta y entonces me llamaron de PMI, donde tendría que trabajar tiempo completo a cambio de lo que entonces parecía un sueldazo. Entré y, con el tiempo, me empecé a convertir en abogado petrolero, lo ultimo que me hubiera imaginado o deseado; nada que ver con volverme diplomático.

Cumplí tres años de servicio y decidí que era hora de irme a la maestría. ¿A donde? A donde durara más y costara menos. ¿Qué? Derecho marítimo, si lo mio, me convencí, eran los barcos y el mar. La Universidad de Lund en Suecia cumplía estos criterios y ofrecía un programa en colaboración con la Universidad Marítima Mundial, cuyo nombre ya lo vendía muy bien. Si le hubiera echado un ojo a su pagina de internet hubiera visto que solo era el segundo año que daban la maestría, que sus maestros no tenían mucha idea del tema y que la UMM era una institución estancada en los ochenta. Si hubiera cuestionado un poco el fondo de una maestría en derecho marítimo, también hubiera caído en cuenta que me estaba haciendo otra mega chaqueta mental, pues de barcos y mar no ves nada: se trata en realidad de aprender a disecar los documentos que los describen y regulan, algo así como buscarle errores o puntos de mejora a las paginas amarillas o a un diccionario. En fin, como no le eché muchas ganas y solo me quería largar, el plan parecía muy chingón y nuevamente tomé una decisión al chile. La experiencia fue una gran vacación, con muchas menos clases, aunque misma monotonía y mediocridad, que aquella licenciatura que hasta me dio mención honorifica.

Me fui a Suecia con la intención de quedarme en Escandinavia, de encontrar una empresa que reconociera el esfuerzo y merito profesional, pero extrañé demasiado la comida y calidez mexicana, así que con el arranque de la Copa en Alemania, regresé a PMI. Volvieron a entrar las quincenas, retomé mi rutina de comer garnachas alrededor de la Torre de PEMEX y, para soportar la rutina godinez, convertí mi departamento en un auberge espagnole y cursé unos talleres de redacción y narración, que espero se noten.

Como todo lo que nunca me apasionó, PMI me empezó a cagar: la gente a mi alrededor ascendía, yo no. ¿Trabajaban más? ¿Eran más inteligentes? ¿Mejores en su chamba? ¿Más simpáticos? No creo. Simplemente no eran abogados y eso les permitía correr al elevador todos los días a las 16.55 y gozar de promociones inverosímiles. En mi caso, debía esperar a que el de arriba muriera. Frustrado, traté de que me mandaran a vivir a un astillero en el culo de Corea a supervisar la construcción de unos barcos que había ayudado a comprar. Nadie quería ir pero alguien debía. Pasaron unos meses, arrancó la construcción y no nombraron a nadie. Entre pena ajena, hartazgo y porque, supuse, no era digno de semejante premio, hice lo impensable: tiré la toalla, renuncié a una plaza de privilegio, rechacé a PEMEX, uno de los «mejores» patrones de México, a su hospital, jubilación, auto, vales, horario de mierda, etc. ¡Una locura! me decían.

Como el de Barcelonnette y el de la huelga, el año que siguió mi repudio a PEMEX, donde tomé decisiones 100% mías, fue una maravilla. Lamentablemente, para estas alturas, estaba ya tan gravado en mi cabeza que yo era abogado petrolero-marítimo, que era una fumada tirarlo todo para hacer algo verdaderamente ameno, así que me dejé comprar por una compañía de exploración petrolera, aunque me gustaba pensar que había vendido mi buena vida por los barcos bien chingones que veía en los posters de la oficina. Otra vez, como si ser su abogado implicara salir a navegar en ellos…

Les dediqué casi tres años de mi vida, subiendo el corporate ladder como la burocracia mexicana nunca lo hubiera permitido. Con la promesa de expatriarme a Brasil, me patrocinaron clases de portugués, las cuales eran mi mejor momento de la semana. Cuando renuncié, me hicieron efectiva la promesa, esperando con ello que retirara mi renuncia. Aunque por razones muy distintas a las que me motivaron a mandar a la chingada a PEMEX, me negué a retirarla. No fue fácil, pues por fin había encontrado un lugar donde me trataran con respeto, tenia un horario no tan pinche, colegas agradables, un gran jefe, ganaba rebien, veía oportunidades de desarrollo y miles de cosas por aprender, no solo del mundo aburridísimo de las leyes, sino de barcos, sísmica, geología, supervivencia en alta mar, etc.

Ya casí llego al punto de este relato, pero antes un par de ideas más, porque son importantes para darle sentido al choro que ya se chutaron y entender por qué me fui.

En mi trayectoria académica y profesional, el dinero siempre me sobró: Cuando me fui a Montreal, además del apoyo de la UNAM, empecé a recibir una beca bastante sabrosa del gobierno danés. En PMI arranqué con un muy buen sueldo que, combinado con lo ahorrado de la beca, permitió que a los 26 años me consintiera con un A3 nuevesito, con quemacocos y lector de Ipod (era algo cabrón en 2007). Poco después del Audi, me compré una lancha y antes de cumplir los 28 decidí invertir en un gran departamento en la Condesa, que me imaginaba terminaría de pagar a los cuarenta y tantos. Luego me fui a Suecia con cierto apoyo económico de PMI, que tuve que devolver cuando renuncié, incluyendo el costo de un boleto de avión de casi 10,000 dólares (porque al gobierno no le gusta pagar precio de mercado). Aun con estos setbacks, hace aproximadamente un año terminé de pagar el depa y, por si fuera poco, lo logré sin sacrificar una escapada al mundial de Brasil ni una inversión sustancial en una casa en Mérida. Si comparto esto no es por presumir, es por lo siguiente:

Desde que elegí económico-social he estado tomando decisiones supuestamente difíciles e importantes y, bajo los estándares actuales de la sociedad, se podría decir que todas fueron acertadas, siendo me llevaron a la profesión de Cicerón, a la industria que mejor paga y a tanta satisfacción material. Pero como comento arriba, los mejores años fueron aquellos donde hice lo que quise, donde el dinero no jugó ningún papel en mi toma de decisiones, donde la ambición y planes a largo plazo no tenían cabida… pero viene la sociedad y dice: estudia algo serio, consigue un trabajo que pague bien, ahorra, gasta, invierte, ahorra, despilfarra, invierte más…

Cuando terminé de pagar mi depa caí en cuenta que ya no tenia ningún objetivo material que perseguir y me nortee. Hubiera podido convencerme que el siguiente paso era un segundo bien raíz, cosa que consideré muchas veces. Por suerte, antes de volver a gastar en algo innecesario, empecé a reconocer que lo que a mi me gusta es viajar, no pensar demasiado a futuro, sino gozar del momento, aprender otros idiomas (y entre más raros, mejor), disfrutar de la naturaleza, del día, de las calles, de la gente, de lo nuevo y perpetuamente cambiante. Brasil me atraia, pero no para ver el Pan de Azucar desde la ventana de una oficina en el centro, sino para conocer su gente, el Amazonas y otros lugares increibles.

Reconociendo esto, mi desktop se volvió mi peor enemiga, los contratos, el reflujo que ni con peptobismol se quita, los trajes y corbatas, disfraces asfixiantes y el celular, un cactus que nunca perdía sus espinas. Por eso no retiré mi renuncia y ahora emprendo este viaje, un viaje por solo viajar, sin importar a donde, ni por donde, ni como, ni nada…

Traté de seguir el camino de la mayoría y por varios años lo hice bien, pero ese camino se volvió absurdo porque no entendía porqué lo había emprendido. Me tardé, pero ahora reconozco que yo no elegí ser abogado, menos petrolero, no era mi sueño entrar a la UNAM ni trabajar para PEMEX, ni tener un super puesto en una trasnacional, ni cambiar de vista como si fuera cambiar de wallpaper. Mi sueño, desde que pensaba en la diplomacia, era viajar. No era ser ni cónsul, ni embajador, mucho menos burócrata en un sistema corrupto, nepotista y que lo último que le interesa es el bien del pueblo por el qué se supone trabaja. Pero eso nunca lo entendí porque nunca lo cuestioné. Simplemente acepté que debía elegir una profesión, una carrera, un auto, una casa… hasta la fucking big television y demás chingaderas que lista Rent-boy en Trainspotting.

Hoy, por suerte, lo tengo más claro aunque, confieso, no 100% claro. Llegar aquí me tomó varios años, un par de renuncias, gastos estúpidos, mucho hartazgo, algunos artículos topados en el feis, otros vídeos inspiradores de youtube (de esos a los que la gente le da like pero que nunca los llevan a reaccionar), algunas conversaciones, muchas que buscaron disuadirme, otras que aplaudían mi valentía (porque, al parecer, ¡buscar la felicidad es un lujo!) y, no lo niego, atestiguar la veloz y terrible degradación de salud de mi hermano, Rafael, quien murió de cáncer el pasado 12 de enero, a sus 35 años de edad.

Ahora entiendo lo que vale el tiempo, mi tiempo, y que no tiene nada de malo querer buscar la felicidad en sí y no a través de la riqueza. Acepto que viajar es el mejor camino que hoy me pueda imaginar, pero que no necesariamente será el único. Voy a viajar porque trabajé mucho y ahorré a lo pendejo y porque ahora, además del dinero, tengo la salud y el tiempo. Voy a viajar porque me daría vergüenza encontrarme a Rafis más adelante y tener que confesarle que viví frustrado e incluso, que morí por estrés o colesterol o depresión, no sin antes jorobarme, perder la vista y sufrir de artritis, todo por las horas pasadas frente a la compu. Quiero que cuando me muera, sea mañana  o en muchos años, que no importe, que no sea triste, aunque sea por un atropello, naufragio, asesinato, cáncer, infección o cualquier chingadera que se puedan imaginar -mientras no sea una de las que matan oficinistas.

Puede ser que en algún momento me canse, añore mi camita, mi regadera, los amigos, la familia, los tacos o inclusive la tranquilidad que aportan las quincenas. Pase lo que pase, espero retener que el camino a la felicidad hay que elegirlo, no conformarse con seguir el tráfico. Mientras tanto, disfrutaré del paseo y, para mis recuerdos, ejercicio mental y, si les late y no se ofenden fácil, entretenerlos un poco, escribiré en este blog.

8 comentarios en “Andrei Rostislavovich

  1. Me parece un un texto honesto y fácil de leer. Sigue así. Incluso sería interesante leer sobre tu infancia. Tengo que decir que estoy pasando por algo similar. Desde julio de 2015 estoy en año sabático y hoy hablé con mi jefa para decirle que no voy a regresar a trabajar. Qué hueva la oficina! Por suerte me ahorré unos 20 000 euros durante los años trabajados en Berlín (ahora sólo me queda la mitad) y me dedico a no hacer nada, por ahora. Y sí, tu historia inspira y no hay que esperar estar a punto de morir para empezar a vivir. Un abrazo y eres bienvenido en Berlín cuando gustes (de aquí a octubre ya que probablemente me regrese a México).

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