El Virus y el mar

En estas latitudes la temperatura del agua y del mar oscila los 30° C, la humedad es de aquellas que te mantienen pegajoso y el sol quema hasta al más dorado marinero. En las noches aparece la vía láctea, nos visitan mantarrayas gigantes y respiramos aire fresco, un poco menos caliente que de día. Está prohibido nadar.

Tres semanas nos tomó llegar desde Puerto Vallarta; semanas en las que el viento del noreste nos empujó hasta el hemisferio sur, en las que seguimos nubes de algodón y conocimos nuevas estrellas, en las que los chubascos refrescaban los días y aterrorizaban las noches, en las que la sed por una cerveza fría y un chapuzón nos llenaron de ilusión; tres semanas en las que el mundo cambió.

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A principios de marzo el Virus parecía un problema lejano y controlable, tal vez una amenaza exagerada o parte de una riña comercial entre China y Estados Unidos, una fuente de memes ligados al consumo de cierta cerveza y otro triste pretexto de xenofobia.

Después de cuatro meses navegando por el mar de Cortés, acabada de sacar mi barco del agua y viajé de Guaymas a Vallarta para embarcarme hacia el Pacífico. En la Cruz de Huanacaxtle salíamos a cenar todas las noches, bebíamos cervezas demás, había una sola y larga fila en el Oxxo (aunque hubieran dos cajeras), nadie usaba mascaras ni se tenía asco.

Zarpamos con aprehensiones sobre el mar y el viento, el estado del velero, la calidad de la tripulación y los peligros inherentes a un viaje de 3000 millas náuticas, en el que llegas a estar más cerca de un satélite que de una palmera. Pero zarpamos confiados que encontraríamos un mundo similar al que conocíamos.

Hoy, resulta, son pocos los países sin casos confirmados, hay miles de muertos, el mundo está encerrado en casa, el aire en las grandes urbes dejó de ser tóxico, casi no hay vuelos y las fronteras de muchos países, incluyendo las de las naciones insulares del Pacífico Sur, están cerradas.

Llevamos una semana anclados en la bahía de Taiohae, isla de Nuku Hiva del archipiélago de las Marquesas, Polinesia Francesa. Una semana demás, si le preguntas a las autoridades, quienes preferirían vernos pasar esta crisis en altamar. Es claro que quieren que nos vayamos, sea del país, o de pérdida a Papeete, capital de este territorio francés, para ahí pescar el Virus o un avión, lo que ocurra primero, porqué aviones no hay.

De vecinos igual de apestados tenemos a otros ochenta veleros, la mayoría de los cuales llegaron a finales de marzo tras cruzar el Pacífico desde Panamá, Ecuador o Galápagos. Ni estos, ni ningún otro velero, trajo consigo a un infectado. Todos pasamos al menos 2 semanas en altamar, muchos, cuatro semanas o más. No hay vuelos ni embarcaciones mercantes pasando por aquí. La isla está totalmente aislada y no reporta ni un incidente de contagio y, sin embargo, sus habitantes sólo pueden salir a la calle una vez por semana para comprar víveres y medicinas, ir al banco o al correo. Lo mismo aplica para nosotros. Por imposible que sea que uno de estos barcos tenga el virus a bordo, tenemos ordenes de mantener la distancia entre nosotros. No hay venta de alcohol y, para colmo, tenemos tajantemente prohibido meternos al agua, sea para refrescarnos, ejercitarnos o para reparar o inspeccionar algo bajo el casco; no vaya a ser que los locales se pongan celosos de que nosotros tenemos derecho al mar y ellos no.

En este escenario, hemos decidido zarpar hacia Hawái, un conjunto de islas a casi cuatro mil kilómetros al norte de aquí, que pertenece a una nación reconocida por su trayectoria acogiendo a refugiados. Estimamos que el viaje nos tomará otras tres semanas, durante las cuales nos volveremos a desconectar de este mundo vuelto al revés. Esperamos encontrar, a nuestra llegada a Honolulu, unas autoridades ávidas de un abrazo.

Antes de continuar con esta circunnavegación impuesta del Pacífico, debemos avituallar, cargar combustible y reparar ciertos detalles del barco, cómo una escotilla que un barrilete de veinte kilos tuvo a mal destruir mientras intentábamos treparlo al barco, remplazar el cable del radio de alta frecuencia para poder descargar reportes meteorológicos en el trayecto y por último pero no por ello menos importante, embotellar los veinticinco litros de cerveza tipo IPA que tenemos fermentando.

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