La Caida de un Titán. Parte IV.

Me despierto cansado, confundido, sintiendo que voy tarde al hospital. Tardo en darme cuenta que no estoy en Canggu sino en un hotel en Denpasar. El despertador me informa que son las ocho de la mañana del 10 de septiembre de 2015. Mientras inspecciono la habitación, me acuerdo que la noche anterior, entre las nueve y las diez, conversé con el neurocirujano. Me hizo saber que Sacha no se recuperaría. Me baño, visto y paso a desayunar el nasi goreng que ofrece el hotel como una única opción de desayuno.

Al llegar a la unidad de terapia intensiva, el anestesiólogo me comenta que hay que decidir si Sacha continua con un soporte de vida completo o si cambia al básico. Con mucha paciencia y en un inglés casi perfecto, me explica que la eutanasia es ilegal en Indonesia, que deben darle aunque sea alimentación y cuidados sencillos hasta que deje de latir su corazón, que ya no es necesario mantenerlo con el respirador artificial ni tener a personal médico al pendiente para resucitarlo. Continua precisando que con apoyo completo podría vivir 2 a 4 días más mientras que con el básico, descansaría al cabo de uno o dos días. Menciona los costos diarios de cada alternativa. Le agradezco la explicación, sincera, objetiva, clara, sin rodeos ni sentimientos forzados, y paso a saludar a Sacha. Yo lo veo igual que el día anterior pero con lo que me comentó el doctor, siento que hablarle ya no hace sentido. Considero igual o más probable que escuche mis pensamientos a que oiga mi voz y permanezco en silencio a su lado por unos minutos, pensando en lo bien que la hemos pasado; en lo incomparablemente buen pedo que es; en sus ganas de rasurarse antes de ir al aeropuerto -que quizás hubiera sido buena idea, pues trae un buen desmadre de cables y tubos en su barba; en lo chingón que fue que se mudara a Ámsterdam 205; en lo malo que era jugando FIFA; en lo sensible que podía ser al respecto; en cómo, sin esfuerzo alguno, se ligó a una guapa Constance semanas antes en Labuhan Bajo; en la vez que se le acabó el aire buceando; en su amor por Chinta Besar, una moto que a cada rato le causaba problemas; en lo mucho que lo admiro; en lo rápido que había decaído su salud y en lo bien que le había ido, a pesar de todo.

Ferry de Sumbawa a Flores

Más tranquilo y con una ligera sonrisa, me retiro para tratar de comunicarme con su madre y pedirle instrucciones. La señal de internet siempre es un problema, pero logramos acordar pasarlo al soporte básico. Antes de hablar con la administración, decido hacer el viaje a Canggu para vaciar la recamara que Sacha y yo tenemos en el Ketapang de Echo Beach, hotel al que habíamos vuelto una semana antes, después de más de dos meses de viajar por Indonesia, con la esperanza de que los doctores de Bali calmaran los temores de Sacha.

Saludo a Lela y a Putu, las atentas encargadas del hotel, y les comparto la mierda de noticia, empaco mis cosas, les dejo encargadas otras, incluyendo la moto de Sacha, su casco, maleta y ropa, pago la cuenta y me regreso a Denpasar. En mi nuevo hotel aprovecho para echarme un clavadito en la alberca. Me refresca y hace sentir muy bien. Salgo de ahí ligero, suave, fresco, listo para pasar horas en el hospital. Solo me falta comer. Hago una escala en el Pizza Hut que está justo a un lado del Kasih Ibu, me pido una pizza de peperoni sin la orilla rellena de queso -aprovechando que no está Sacha, una coca cola y leo Robinson Crusoe en lo que llega la comida. Mastico lentamente, disfrutando de cada mordida y tomando todo el tiempo que siento que requiero antes de comunicarle a los doctores que estamos listos para pasar al soporte básico.

Son como las 4pm cuando por fin vuelvo al hospital. Me encuentro al anestesiólogo y le comparto la decisión de la familia. Me pide pasar a la administración, pues hay ciertos papeles que firmar y el no puede actuar hasta que todo esté en regla. Antes, me detengo a saludar a Sacha. Ha tomado un color más amarillo, más pálido, pero se sigue distinguiendo su bronceado de taxista. Su barba, tupida y despeinada, se enreda entre tubos. Le cuento que Lela se veía muy bien por la mañana, que la dejé encargada de Chinta Besar, de su casco y otras chivas, de lo plano que había amanecido Echo Beach y de lo pinche que la TV indonesia había estado la noche anterior. Le prometo volver en un rato.

Paso a ver a las amables señoritas de la administración, que suelen recibirme con una sonrisa y humanismo. Me comentan que es necesario que la Madre firme unos documentos. Les explico la dificultad que implica la diferencia de horario y los retrasos que conllevaría el envío de documentos originales desde México, pero responden que dada la seriedad de la decisión, no pueden proceder de otra manera. Decido esperar a que amanezca en México para retomar el tema.

Vuelvo a la sala de espera, a observar a la familia, a los niños, a entretenerme con el teléfono, con mi compu. Frente a mi se detiene una señora de uniforme verde. La reconozco cómo la señora que le llevaba la comida a Sacha cuando este aún estaba en el cuarto piso. Se enteró y no lo puede creer. Siempre lo vio alegre, sonriente, emocionado por su viaje a casa. Está muy triste. Conversamos un rato en Indonesio, sobre la vida, la muerte, lo lindo que es Sacha. Si lo hablo y entiendo tan bien es gracias a él. Pasamos unos minutos llorando juntos. Se aleja, retoma su carrito lleno de platos sucios y desaparece al fondo de un pasillo.

Los niños están por todos lados, se ríen, se esconden, se persiguen y, aunque solo pueda ver sus ojos, noto que esto comienza a desesperar a una madre o tía. Retomo mis distracciones y rutina, y veo que recibí un mensaje de Charline. Pregunta si estoy en Bali y si nos podemos ver. Agrega que hace días no sabe de Sacha. A través de lagrimas, le escribo un mensaje, le doy los datos del hospital Kasih Ibu de Denpasar. Charline vive en Dili y está en Bali por unos días para festejar su cumple, surfear, divertirse con unas amigas y reencontrarse con Sacha. Nos hicimos muy buenos amigos un par de meses atrás en Nemberala, una playa de excelentes olas y quietud total en el sur de la isla de Rote. Ahí, Sacha y Charline habían pasado sus mañanas y tardes en las olas, mientras yo echaba la hueva, leía o escribía, a veces escuchando música a través de una pequeña bocina roja que Sacha había traído de México, no sé si con o sin el consentimiento de su dueño, otras, solo oía el sonido del viento en las palmeras, el mar escalando la playa, una cabra luchando con un basurero, gallinas echando el chisme y, más o menos cada hora, un golpe como de tambor, seco, fuerte, profundo, cuyas ondas hacían vibrar la tierra y detenían el tiempo por un instante; un coco que se estrella en el patio del Tirosa. Charline me informa que viene en camino.

Yo sabía que Charline había  marcado a Sacha, aunque él, con pésima actuación, fingía que no. Las circunstancias merecían una última sesión de buleo entre amigos. Quizás hasta lo animaría a despertar, le sacaría una sonrisa o me mentaría la madre. Le advierto que su amada francesa va a venir a verlo y que tiene que echarle ganas para verse un poco menos agüitado. Le grito «¡Echa ganas!», agrego un par de bromas un poco más ojetes, me río, busco una sonrisa en su cara, le aclaro que estoy cotorreando. Le cuento sobre la señora que le llevaba la comida, lo conmovida que estaba, pero tampoco encuentro expresión alguna. No es fácil hablar con alguien que no puede responder. Me despido advirtiéndole que tiene unos veinte minutos para echarse una ducha, raparse, podar su barba y ponerse su colonia.

Charline llega con una amiga, Fanny, con quien me quedo a platicar mientras ella entra a ver a Sacha. Fanny, también francesa residente en Dili, está embarazada y viene a Bali a ver a los doctores, aparentemente mejores que los de Timor Leste. Le cuento sobre nuestra breve visita a ese país, de lo terrible que había sido el primer hotel, la bonita escapada a Baucau y los rumores de dengue y malaria que nos habían espantado.

Después de lo que parecen unos quince minutos a media hora, sonriente y con lagrimas, Charline regresa con nosotros. Me da un fuerte, muy fuerte abrazo, moja mi hombro con lagrimas y tal vez hasta con mocos, y yo la abrazo de vuelta, aunque no tan fuerte porque ella es pequeña y flaca.

Nos sentamos por otro rato, compartiendo historias de Rote, de Dili y de Bali. Charline acaba de cumplir años. Les cuento un poco sobre el recorrido en moto por Flores, Sumba y Lombok, y cómo, aunque al final inexplicable, habíamos llegado a este momento; cómo un tumor del tamaño de una pelota de golf, detectado seis días antes, había presionado el tronco del cerebro al punto de provocarle un apagón.  Cómo sucedió camino al aeropuerto, iba a tomar un vuelo a México…

De pronto, de la sala de cuidados intensos, viene corriendo un enfermero flaco, alto, de piel blanca y cabello negro, sonriendo, agitando su brazo izquierdo de un lado a otro. Lo observo con curiosidad hasta que oigo que llama mi nombre. Me le acerco y, sin dejar de sonreír, me informa que el doctor quiere verme, que está revisando a «Mr. Aledjiandro». Me lo dice muy emocionado. Entro, todo está igual de tranquilo que siempre, hay un doctor examinando a Sacha. Me saluda, muy cortés. Me dice que sospecha que Sacha ha muerto y que va a realizar tres pruebas para confirmarlo. Primero siente su pulso, en la muñeca y en el cuello. Me indica que no siente nada. Luego golpea sus codos y rodillas con un pequeño martillo. No hay reacción. Finalmente, separa sus parpados e ilumina sus ojos con una pequeña linterna. Me dice que no ve ningún cambio en sus pupilas. Me confirma que clínica y legalmente Sacha Mandinga ha muerto.

No sé si fue gracias a la pausada preparación que tuve para enfrentar este momento, a la agradable distracción que me habían dado Charline y Fanny esta última media hora, a la idea de que a Sacha le había tocado un final feliz, a que el doctor me compartió cada paso de su diagnostico con enorme claridad, franqueza y empatía, o a todo esto y más, pero asimilé la noticia. Pasé unos minutos despidiéndome de Sacha, agradeciéndole el viaje por Indonesia y los años de amistad. Aunque no creo en esas cosas, le pedí que me saludara a mi hermano Rafael.

Salí a avisarle a Charline. Desde que me vio supe que mi cara lo decía todo. Vi cómo se llenaban sus ojos y me contagió. Después de unos minutos de abrazos y lagrimas, nos despedimos y fui a buscar un lugar silencioso y con buena señal para llamar a la mama de Sacha. Cerca de la recepción del tercer piso encontré un rincón ideal, con una ventana que daba a un corredor de luz, ancho de dos metros, al final del cual se podía de ver la puesta del sol sobre Seminyak. Eran como las seis de la mañana en México, la señal no daba para el Skype y yo no sabía cómo iba a decir lo que tenía que decir. Recuerdo mucho de ese día y de los días que lo precedieron, pero no de esa conversación. Supongo que hablamos de las cuestiones prácticas, como repatriación, cremación, qué hacer con sus cosas, cuentas de hospital, Chinta Besar, etc. Acordamos que Sacha debía ser cremado en Bali, luego me interrumpió una señorita de la administración, pidiendo firmas, y quedé en que me haría cargo de organizar la cremación, de gestionar el certificado de defunción y de esparcir sus cenizas.

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Llegaron los de la funeraria, dos flacos de mediana estatura, morenos, de pelo corto chino y uniforme militar. Pusieron a Sacha sobre una camilla y pasando por lo que parecían puertas secretas llegamos a un callejón donde estaba estacionada la ambulancia verde. Subieron a Sacha por la cajuela, un chavo se acomodó a su costado y yo me subí de copiloto. A toda velocidad, nos fuimos a la funeraria del hospital militar, cortando a través del rio de motos y autos de un jueves por la noche en Denpasar. Empezamos a platicar. Me dijeron que eran de Timor, que llevaban un par de años en Bali y que no estaban casados ni tenían hijos. Les platiqué un poco de Sacha y de nuestro viaje en moto de Kupang a Dili, de las terracerías infernales que nos habían tocado entre Tablolong y Baun, y otra vez para llegar a Boti. Les dije que no estabamos casados. Me sorprendía que cada que tomaba atajos por barrios residenciales, apagaba las luces y la sirena de la ambulancia.

En la funeraria no había quien hablara inglés. Fue difícil y tardado, pero salí convencido que al día siguiente lo cremarían, alguien se encargaría de conseguir unas flores y se comunicarían conmigo en cuanto estuviera listo el certificado de defunción.

Mi amigo de la ambulancia me dio un aventón de regreso al hotel. Ya no había tráfico e íbamos sin prisa, pero aún así me resultaba imposible grabarme el camino. Me preocupaba no poder encontrar a Sacha al día siguiente. Era tarde cuando llegué al hotel y la alberca estaba cerrada. El día había estado pesado y me sentía todo pegajoso. Me urgía un chapuzón en agua fresca. Me quité los jeans, puse un traje de baño, agarré una toalla, salí de la habitación, bajé las escaleras, pasé casualmente frente a la recepcionista, le solté un «selamat malam», doblé a la izquierda y entré al patio donde estaba la alberca. Sin esperar a ver si reaccionaba la recepcionista, me eché un clavado. Me mantuve bajo el agua tanto tiempo como pude. Bajo el agua, grité, lloré, me calmé y salí por aire. Repetí este ejercicio un par de veces, luego me sequé y fui al cuarto a hacer llamadas, a darle a la familia y amigos un resumen de los acontecimientos de este día y dormir.

A un año, quiero imaginarme a Sacha en una playa, disfrutando del ejercicio de remar y remar (y más remar) para agarrar una ola, feliz de ya no tener que molestarse por usar protector solar ni playera, de ya no tener que preocuparse por los erizos o los madrazos contra el arrecife, o por perder una aleta o tener que compartir las olas con soberbios territoriales. Quizás haya pasado este aniversario surfeando en Nihiwatu, Sumba, aprovechando que el imbécil del dueño ya no le puede negar el ingreso; o tal vez esté pajareando en Moksa, el lounge de los dioses balineses. Podría ser que haya reencarnado en uno de los muchos perros que tanto quería o que, aprovechando su omnipresencia y que tiene amigos en todo el mundo, esté discretamente asistiendo a todas las fiestas en su honor. Probablemente ya no existe más que su recuerdo. No le doy muchas vueltas a estas ideas. Me conformo con reconocer que Sacha fue y seguirá siendo un excelente ejemplo y fuente de diversión.

Aquí el texto de lo que fue la cremación al día siguiente.

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