El Virus y el mar (cont.)

Llevamos 12 días aquí y he tocado tierra una vez, experiencia que puedo resumir cómo sumamente incómoda y extraña. Fui poco después de llegar a Nuku Hiva y habían transcurrido más de tres semanas desde la última vez que usé zapatos.

20200405_173616Con mi pasaporte y una attestation, documento impreso que explica el motivo por el cual voy a tierra, me despedí de Tom, el Capitán, agarré la escalera que sube al muelle y empecé a caminar al pueblo. A unos cincuenta metros de donde me había bajado, noté una carpa con gendarmes que, supuse, estaban vigilando a los barcos fondeados en la bahía de Taiohae. Llevaba a lo mucho cinco minutos caminando cuando una patrulla me detuvo. El oficial, muy serio, me preguntó qué hacía en tierra. Me acerqué para ofrecer documentos y una explicación, sin pensar que mi buena voluntad fuera ser correspondida con un grito firme y de evidente repugnancia, ordenándome mantener mi distancia. Superado el malentendido, contesté que iba al banco. ¡¿A qué?! Por… dinero. ¡¿Para qué?! Para después ir al Correo y comprar un chip para mi teléfono. ¡En el Correo hay un cajero! OK. Gracias. ¿Le enseñaste tus documentos a los gendarmes del muelle? Ehhh… no; no sabía que debía hacerlo. Respondió con un ruido entre ladrido y eructo, cerró su ventana y partió. Al llegar al edificio de Correo encontré un cajero descompuesto y un señor parado afuera, leyendo ciertos carteles pegados a las ventanas. Me miró con asco. Suponiendo entonces que era francés, le pregunté en su idioma si sabía de otro cajero al interior del edificio. Su única respuesta fue alzar los hombros. Volví a preguntar, ahora en inglés. Contestó que no tenía idea. Me dirigí hacia la puerta y justo antes de abrirla me interrumpió para explicar que el estaba formado y que sólo podíamos entrar uno a la vez. Del otro lado de la puerta de vidrio alcancé a ver una señora hacerme señas de que no entrara. Tenía puestos unos guantes de latex azules y un cubrebocas del mismo color.

Decidí volver hacia el banco, con algo de miedo de toparme al policía que probablemente había sido adiestrado en el hexágono. En la avenida principal vi pasar dos o tres coches y noté con extrañeza que siempre iba una persona al volante y un pasajero atrás, del lado opuesto, ambos con cubrebocas. Los saludé con una sonrisa; sus ojos no sonrieron de vuelta. Por un momento pensé que tal vez parecía un borracho, tambaleándome sin darme cuenta, mareado en tierra firme. A parte de esos coches, las calles estaban desiertas. No entendía de dónde venía tanta mala vibra. En contraesquina del banco encontré otra carpa con gendarmes. ¡¿A dónde vas?! Al cajero. D’accord, fais vite! Había tres personas mosqueando el cajero, todas viendo el suelo. Cuando una salía, esta abría la puerta empujándola con el hombro y la mantenía abierta hasta que entrará la siguiente. Por medio de unos carteles, el banco sugería limpiarse las manos con gel antibacterial antes y después de usar el cajero. No encontré el gel. Saqué una cantidad de dinero al azar -no tenía idea de la paridad del Franco del Pacífico- y salí sintiendo que mis dedos habían tocado ácido. Al pasar los gendarmes les sonreí, pero sus ojos no sonrieron de vuelta. En el Correo atendían dos personas, ambas con guantes, pero sólo la señora que vigilaba la puerta usaba cubrebocas. Mientras ella me insinuaba que olía a caca, un señor enorme, con los brazos y cuello cubiertos de tatuajes polinesios, me dio la bienvenida y pidió que me sentara detrás de un escritorio que habían improvisado a un costado de la puerta. La superficie estaba empapada en alcohol, igual que la silla. Por un instante consideré que no había entendido; me parecía extraño que pidieran que mojara mis nalgas en alcohol. Miré a la señora, quien con asco me dirigió la palabra para insistir que me sentara sobre el charco, apuntando a la vez a un bote de gel que debía usar cuanto antes. Por fin pude quitarme de las manos los bichos del cajero. Con tono agradable y un acento interesante, el señor se dirigió a mí. ¿Qué puedo hacer por usted? Quisiera un chip para usar internet y hacer llamadas desde mi teléfono. Muy bien; ¿trae su pasaporte? Si. Tenga la gentileza de llenar este formato, por favor. Le pasó un formato a la señora, quien, con los cachetes llenos de vómito, me lo entregó. ¿No importa que se moje? El otrora jugador de rugby sonrió, dándome a entender que no importaba. Le ofrecí el pasaporte a la señora; lo tomó cómo si estuviera en llamas. Llené el formato haciendo un esfuerzo por que no acabara cómo el papel de baño en un velero (vid infra) y, cómo si se tratara efectivamente de ese papel ya usado, lo recuperó la doña. Con toda claridad y amabilidad, el gigante mauri explicó el proceso para activar el chip e informó sobre el precio y tarifas. Casi regurgitando, la señora intercambió el pasaporte por la mitad de lo que había sacado del cajero. Si no hay nada más que pueda hacer por usted, le deseo un excelente día. Con el culo mojado, salí del Correo y regresé al muelle, repasando confundido las interacciones que acababa de vivir. Al menos había una persona amable en Nuku Hiva.

¡¿Que estás haciendo? ¡Ven para acá! Muéstrame tus papeles. ¿A dónde fuiste? Al Correo. ¿Sólo al Correo? Bueno… no… al banco también. ¿Por qué no te sellaron esta hoja los gendarmes del banco? No sé. ¿Eres Danés? Sí. ¿Roberto Sanchaise?, ¿conoces a Roberto Baggio?, ¿te gusta el fútbol? Claro, muy buen jugador. En un idioma ininteligible, pasó a hablar con su compañero sobre Roberto Baggio y fútbol. Sin voltear a verme ni decir algo, me devolvió los documentos y dejó parado esperando instrucciones. Pasaron quince segundos incómodos antes de que volteara a verme. Ouiiii? ¿Me puedo ir? Si, regresate a tu velero y quédate ahí. No vuelvas a salir. Estamos en cuarentena. OK. Gracias.

Regresé al barco sin palabras. Mi cabeza no alcanzaba a procesar lo que acababa de vivir. Logré conectarme a internet y empecé a encontrarle justificación: Fiji es el único país de la región que aún no cierra sus fronteras, la cuarentena es la norma, miles han muerto, la economía se está derrumbando, la mezcla mexicana está en quince dólares… el mundo no es el que dejamos en Vallarta; hay que pensar en un plan B; tengo que lavarme las manos, bañarme. ¿Cuantas personas no habrán tocado la pluma con la que llené el formato en el Correo? ¿Y el cajero? ¿Me toqué la cara? Tengo que lavarme las manos, bañarme, echarme al agua. Está prohibido nadar.

Mientras andábamos en altamar sólo nos llegaban indicios de que la situación se estaba poniendo loca, pero nada de detalles. Ahora vemos que de La Marquesa a Las Marquesas el Virus está fuera de control. En algunos lados se pasean libremente, en otros, reciben catorrazos o multas por hacer lo mismo; hay quienes aprovechan para aprender algo, limpiar a fondo su casa o sacar algún pendiente, luego los que no pueden despegarse de la tele o de las redes sociales; algunos quisieran poder darse el lujo de quedarse en cuarentena, otros se sienten encerrados y al borde de la locura.

Aprendo esto de lo que me comparten amigos y familiares, y los titulares que ocasionalmente logra cargar el feis. La señal no da para leer noticias o descargar memes o videos cagados. Anticipo que subir esta reseña será tan desesperante cómo intentar cancelar Cablevisión. Hay quienes se imaginan que estamos a toda madre, anclados en una bahía paradisíaca, tal vez echándonos chela tras chela mientras escuchamos éxitos de Luis Miguel y coqueteamos con mujeres en bikini. La realidad es otra. Para empezar, hace tiempo que se nos acabaron las chelas y hay ley seca en la isla. Los bikinis más cercanos son los de Saorsa, velero anclado a ciento cincuenta metros de nosotros con cuatro babyboomers neozelandesas a bordo -detalle que los binoculares no alcanzan a apreciar.

La rutina en un barco anclado no es igual a la de uno en movimiento. En movimiento, uno se ejercita izando, bajando y ajustando velas, tirando los anzuelos y arreando pescados o simplemente manteniendo el equilibrio mientras lee un libro, pendejea con el sextante o trata de tomar una foto del atardecer. Cocinar en un velero sujeto a una inclinación de 20 grados que sube y baja las olas sin orden aparente conlleva malabarear sartenes, ollas, cuchillos y diversos ingredientes, que más parece cruce entre crossfit y trapecio.

Dormir… uno se acostumbra, pero también es peculiar. Imagina una hamaca bajo la sombra de dos palmeras en una playa virgen, a la que llegas a descansar luego de un día terrible en el trabajo y un par de horas en el tráfico. Te instalas, cierras los ojos, empiezas a desconectarte. De pronto llega un escuincle caguengue a mesearte abruptamente. Sin insultos, le ruegas que te deje tranquilo pero tu disimulada desesperación sólo le divierte más. Intentas ignorarlo, confiando que el chamaco se va a cansar o aburrir. Pasa media hora y sigues azotando de lado a lado, ahora creyendo que podrías incluso caerte de la hamaca. Pero a la vez sientes que en poco tiempo tu cansancio vencerá y dormirás a pesar de la chinga que te están acomodando. Sin darte cuenta, consigues dormir a tu cerebro, mientras tu cuerpo se mantiene tenso y haciendo ejercicio.

Los baños suelen ser del tamaño de un ataúd y sentarse es tan complicado cómo en algunos peseros, sobre todo si te toca el asiento que va justo arriba de la salpicadera. En este cubículito suele hacer más calor que en el resto del barco, lo que resulta en la desintegración inevitable del papel de baño. En movimiento, es cómo combinar yoga bikhram (o cómo se llame ese tipo de yoga que hacen en un sauna) con una vuelta en la montaña rusa de la feria de Chapultepec: es alta la probabilidad de que salgas con costillas lastimadas, además de agotado, sudado y sintiéndote un poco sucio. Sin darte cuenta, después de unos meses en altamar, además del asco, haz perdido peso, ganado fuerza muscular y hasta empiezas a ver cuadritos en el abdomen que no habías visto desde los 15 años. La vida a bordo es cómo tener el abshaper puesto 24 horas al día. En los trópicos, combinalo con una faja reductora de celofán.

Anclados, el abdominaizer deja de funcionar y el único ejercicio que hacen los brazos se da al lavar ropa; las idas al baño pasan a ser breves sesiones de sauna; las olas pueden, pero no suelen, dar entrada a una versión menos malévola del demonio de la hamaca, que sin contribuir a la salud física del marinero dificulta el sueño y hace un cochinero de la cocina.

Confinado al barco, me siento tan culpable cómo el godín que se alimenta de galletitas, tacos y garnachas y que aunque no lo conoce paga puntualmente la mensualidad del gimnasio. Es imposible pensar en hacer sentadillas o abdominales, aerobics o improvisar algo de yoga. Me encantaría quitar el pinche celofán que envuelve mi puerco, pero tenemos prohibido nadar. Aunque no fuera así, tampoco me imagino dar vueltas al rededor del barco. Lo que si haría, y con gusto, sería esnorkelear con las mantarrayas que diario nos saludan, o explorar los arrecifes, pero incluso eso lo haría por poco tiempo porque me molesta el sol y vivo con miedo de que me queme.

Una vez que tiras el ancla necesitas ser muy disciplinado para no perder esa condición, pues la próxima vez que hagas ejercicio será cuando leves el ancla y si durante el descanso -en este caso, la cuarentena- te dejaste ir cómo ballena en tobogán hay riesgo de que no puedas y te quedes anclado para siempre.

¿Cómo se pasan los días? Supongo que en algunos aspectos similar a cómo la pasan en tierra. El día empieza con una tasa de café, seguido de las noticias que comparte voluntariamente un velero a través del VHF. Estas suelen incluir estadísticas sobre la pandemia, reglas de la cuarentena y algunos anuncios, cómo venta o regalo de refacciones, trueque de tripulantes, solicitudes de apoyo, etc. Luego nos ponemos a reparar algo.

Para mediodía el calor se ha vuelto insoportable y es hora de la siesta. Por la tarde, otros voluntarios transmiten un programa de su propia producción con entrevistas a gente que está anclada aquí, noticias falsas y clases de francés. Así descubrimos que hay un dos olímpistas sufriendo la cuarentena con nosotros: un velerista australiano y un snowboarder de EEUUA. Antes de que oscurezca, tratamos de reparar otra cosita y cuando llega la noche empieza nuestro momento favorito del día. Ya no hace calor y durante una hora unos veinte barcos participamos en una trivia por el VHF. La mayoría de las preguntas y respuestas son absurdas y se escucha de inmediato qué participantes conservan reservas importantes de alcohol a bordo. Entre todas estas actividades, claro que hay varias visitas al refri, usualmente cargadas de desilusión.

Más allá de la rutina, me siento cómo el Tom Hanks de Europa del Este atorado en el limbo del aeropuerto: a la fecha, ni las autoridades migratorias ni las aduaneras han querido reconocer nuestra llegada al país. Aunque los gringos han prometido que mi falta de visa no será un problema, estaremos tres semanas en altamar durante y temo que todo podría volver a cambiar. Eso mantiene el cerebro dando vueltas y hace difícil leer un libro. Por la misma razón, aunada al calor y las olas, me cuesta mucho meditar.

Todo, en fin, parece muy difícil, y es por eso que aunque conlleve sus riesgos me urge zarpar. Ya terminamos de abastecernos y sólo estamos esperando que lleguen Esteban y Jake a bordo de Volunteer, amigos de México que habían zarpado dos días después de nosotros. Vienen en un barco casi tres metros más pequeño, con menos combustible y más paciencia para los vientos leves del ecuador. Conocí a Esteban de La Paz y Jake me había salvado meses atrás en el Mar de Cortés, un día que mi motor se puso en huelga. No dudé en sugerirle al Capitán hacerle el paro de llevarlo con nosotros, además que de a tres tendríamos turnos menos pesados.

Estimamos zarpar el 7 u 8 de abril. Todos, me imagino, estamos de una u otra manera en las mismas. Habrá que ser pacientes, recordar que todo es pasajero y confiar que de esta también saldremos adelante. Anitya.