El Virus y el mar. De Polinesia Francesa a Hawái.

Levamos ancla a las 1010 del 8 de abril. Aunque conocimos pocas caras durante nuestro confinamiento en Taiohae, era difícil despedirse de esta bahía, a la que nos había costado tanto llegar y en la que a través del radio habíamos conocido tantas voces y, sentía, hecho varios amigos. Pero la isla no estaba dispuesta a reconocer nuestra llegada al país, teníamos prohibido nadar sus irresistibles aguas turquesas e ir a tierra era una actividad restringida a una persona, una vez por semana y exclusivamente para ir al supermercado, banco y/o correo. Nos íbamos sin convivir con los descendientes de los marineros más extraordinarios; sin explorar aquella jungla cuya colorida fragancia había logrado disipar el hedor acumulado a abordo; sin gozar de la vista, desde uno de sus picos volcánicos, al infinito azul y el archipiélago aquí creado por el Anillo de Fuego; y sin el registro de nuestro cruce del ecuador y del Océano Pacífico, gravado siguiendo tradiciones ancestrales.

Para despedirnos de nuestros amigos remotos, dimos una pequeña vuelta por el fondeadero. Al pasar por el velero Saorsa, sus cuatro tripulantes nos tenían preparado el «Saludo de los veintiún bras» (21 bras tendidos sobre la proa) y una coreografía. El motor sonaba demasiado fuerte para escuchar la música, pero los tres les seguimos el baile con sonrisas de oreja a oreja. El doctor italiano a bordo de Jan se asomó en tanga para desearnos buen viento y hasta los del superyate El León se dignaron a salir del aire acondicionado para un primer y último saludo.

A las 1100 dejamos atrás la bahía a encontrarnos con vientos superiores a veinte nudos y olas de dos metros sobre el través de babor. Quince minutos en estas condiciones bastaron para derramar la mitad de la cerveza que aún estaba fermentando. En silencio, el Capitán y yo embotellamos lo rescatable y limpiamos el cagadero.

La moral volvió a las 1500 cuando llegamos al abrigo de la isla en su costa oeste. En un mar plano, de verdes y azules, pescamos un barrilete de buen tamaño, alimento por varios días. Eran las siete cuando dejamos atrás Nuku Hiva. Comenzaba mi turno a un promedio de seis nudos (11km/hr), vientos del este de 15 nudos y embistiendo olas que nos llegaban del noreste. Estimábamos 2 a 3 semanas de navegación nor-noroeste para llegar a Hawái, con vientos preponderantemente del noreste y olas del este-noreste. En resumen, una batalla contra el viento y el mar. Al llegar las estrellas, caí en cuenta que de esa noche en adelante el cielo cambiaría constantemente hasta ubicarme en latitudes conocidas. Cada noche empezaría un poco después y sería un poco más larga. La luna iría desapareciendo y todos los días entre las 1900 y las 2300 me tocaría navegar en un escenario distinto.

El segundo día, Demonio, el gato y segundo al mando, empieza a mostrar su enojo. No tolera impuntualidad en la atención de su delicada dieta: atún de desayuno, croquetas para comer y cenar. Por tolerar nuestra existencia, exige recompensas ocasionales de salchichón, paté y jamón. Aunque se mete a su caja a orinar, es evidente que no le atina a propósito y que se regocija viéndonos trapear la cocina. Más tarde se echa una caca sobre la almohada del Capi y a la menor provocación nos araña tobillos o brazos. Además de sus varias meadas, Demonio vomita en la sala. Antes de echarlo, se expresa con voz de foca, luego regurgita con espasmos, toma un suspiro y en silencio lo deja escurrir de su hocico. Nos lanza una mirada de desprecio y se retira tambaleando hasta caer en la cama del Capitán. Sobre cubierta, el único incidente es la pérdida de un anzuelo. Yo termino de leer Trópico de Cáncer y tomo El Viejo y el mar.

Todo el tercer día disfrutamos de muy buen viento pero la pesca vuelve a decepcionarnos con dos anzuelos perdidos. Algo grande se los está chingando, algo tan grande cómo el marlin del viejo Santiago. Avisos de tráfico marino reportan flotas pesqueras chinas con redes esparcidas sobre 20,000 kilómetros cuadrados unas veinte millas náuticas al oeste de nosotros.

A las 0200 me despierta el escándalo de la Genovesa azotando. Jake habría soltado la escota, tal vez para guardar la vela ante un inminente chubasco. Al salir de mi cabina, ahora la de proa, me topo con Demonio. Acaba de orinar la cocina. El barco está inclinado unos 20° a babor así que los meados desaparecen rápidamente por grietas en el piso. Su limpieza puede esperar. En cubierta, Jake se prepara para recibir un aguacero. Ofrezco mi ayuda para bajar o ajustar velas pero he llegado tarde. El barco está listo para lo que traiga aquella nube que primero desaparece el horizonte y luego, la luna. Tenemos acordado que no es necesario que más de uno sufra las embestidas de la noche y dado que sólo llevo tres días sin bañarme prefiero desearle suerte y retomar el refugio de mi cabina. Después de trapear aquel desmadrito, me vuelvo a acostar. Sé que viene una tormenta y ya no me es posible dormir. No comienza gradual. De súbito suena cómo si estuviera granizando. La escotilla de mi cabina, que en diluvios anteriores se había portado bien, empieza a permitir que enormes gotas caigan sobre mi cara. La tormenta dura veinte minutos y se lleva consigo el viento. Jake enciende la vela de acero y yo me duermo leyendo las primeras páginas de Drácula. Por la tarde cruzamos el ecuador y festejamos con una botella de champagne que por más de un mes el Capi había logrado esconder de nosotros. En treinta días, era la segunda vez que lo cruzábamos. Al atardecer vemos con ansias la aproximación de otra nube lista para vaciarse sobre nosotros. Hasta saco el champú y jabón, pero es una lluvia que apenas sirve para quitarnos lo pegajosos y entrar a el Hemisferio Norte un poco más decentes.

Tras seguir un rumbo Norte por cinco días, a las cinco y media de la mañana el Capitán da por librada la flota china y alteramos rumbo hacia el Noroeste, directo a Hawái. A partir de este momento la pantalla del GPS, además de nuestra posición, velocidad y ángulo de viento y velocidad del barco, nos irá actualizando cuánto falta, en tiempo y distancia, para llegar al sur de la Isla Grande, la más austral de Hawái. Seguimos a motor, el mar se ha calmado y el barco sube y baja sobre las alargadas olas. Aprovecho la relativa estabilidad para encuerarme y darme unos cubetazos de agua de mar, incluso jabón y champú, esperando por la tarde encontrar un último aguacero que me mantenga sin sal por unos días. Mi cabina se llena de moscas. Han de venir de los mangos o de aquella fruta extraña, parecida a un durian o guanabana. Paso la mayor parte del día en la sala o en cubierta, molestando a Demonio o leyendo, ahora Club de la Pelea. El aguacero no llega y duermo salado.

El sexto día, luego de más de cincuenta horas a motor, el viento vuelve y lo podemos silenciar. A estas alturas del viaje, Demonio mea la cocina dos veces al día, el generador ya no enciende, seguimos sin pescar, la cerveza que conseguimos embotellar resulta estar podrida y parece que soy el único que se preocupa por su olor. Es la primera cerveza que bebe Jake desde la noche previa a su salida de Puerto Vallarta; le vale madres el sabor extraño. Durante el enlace cotidiano que tenemos vía radio de alta frecuencia, nos informan que las autoridades de Nuku Hiva están activamente forzando a los veleros a zarpar. Me toca un turno agradable, dónde ya veo la estrella polar y lo apacible del viento me permite permanecer en la sala leyendo. Voy empezando Lolita.

El séptimo día me refresco con unos cubetazos y poco después una agradable lluvia me deja perfecto. Desayuno el último de los plátanos. Perdemos dos anzuelos más, lo que consolamos con dos, aunque culeras, cervezas. En la noche, mientras me resigno a preparar una cena de pasta y algo enlatado, pescamos algo extraño, algo entre pez y anguila. Curioso cómo la vista influye el apetito. Seguro sabe igual a cualquier otro pez, pero lo devolvemos y cenamos otra de muchas tristes cenas. Llueve gran parte de mi turno y tengo que esquivar dos o tres tormentas. Así prosigue la noche y no queda de otra más que estar alerta, listo para amarrarse y mojarse.

Mi mañana empieza durante una tormenta. Suelo despertarme diez minutos antes de mi turno para prepararme un café. Aquí es imposible, el barco azota de lado a lado y el ruido de la lluvia ensordece. Me asomo a preguntarle a Tom si requiere ayuda. Para mi desgracia, asiente. Tomo mi chaleco salvavidas, lo engancho a una correa que a su vez está enganchada al palo de la Mesena (vela de popa) y salgo a emprender el día en una lluvia que pega lastimosamente de lado y un viento de 35 nudos. Llevamos un foque de batalla y la Mesena con dos rizos. El barco soporta el azote de maravilla, así que decidimos dejarlo cómo está y tomo el timón. Abajo es otra historia: tenemos goteras en todas las escotillas, al pie del mástil y en otros lados no identificables. A las 0830 cambiamos el foque por la Genovesa y bajo a desayunar un mango. No puedo dejar que se nos pudran. A las 1030 izamos la Mayor y echamos las líneas de pesca. El día trascurre plagado de tormentas cortas seguidas de poco viento. A ratos usamos el motor para mantener un rumbo norte y así acortar la distancia que nos separa de los vientos mercantes, dónde con suerte ya no habría tormentas. La lluvia deja el interior empapado y resbaloso. Ahora le toca al gato disfrutar de vernos patinar de lado a lado.

El noveno día también inicia con lluvia, ahora con ráfagas de 25 nudos. Día similar al anterior, con alternancia entre la calma y la tormenta, olas de 3 metros de costado, vientos oscilando entre los 15 y 22 nudos, casi no usamos la Mayor, mientras que la Genovesa entra y sal. Es un pedote balancearse e imposible cocinar algo decente. El pan ya enmoheció. La Mayor se atora cada vez que toca bajarla. Es del tipo que debe enrollarse en la botavara, pero el sistema requiere coordinación, paciencia, condiciones ideales y suerte para funcionar. Veo una botella de Coca-Cola en el agua. El Capitán no consigue dormir bien y eso, sumado al calor, está alterando su ánimo. Toca andar de puntitas. Muchas cosas se han ido rompiendo, las olas dificultan el sueño y nuestra alimentación es a base de botanas. La lluvia acaba por penetrar la pantalla del GPS. Demonio sigue de mal humor y lo expresa con sus uñas, dientes y meados.

El día 10 permanece nublado, con vientos alrededor de 20 nudos. A las 1400 nos encuentra una escuela de más de cien delfines listados y me temo que uno, probablemente un bebé, muerde el anzuelo. La línea se desenrolla a toda velocidad, aguanta unos instantes en manos de Jake y cuando no hay más que soltar, con el trueno de un disparo, revienta en el carrete. A las 1720 el Capi detecta que la sentina se está inundando. Tiene unos veinte litros de agua y, tras beber un sorbo, Tom dictamina que es agua salada. Estamos a 700 millas náuticas de Kiribati, el refugio más cercano. Nos invade el silencio. La bomba de achique no funciona y, con una bomba manual conectada a una manguera, me pongo a bombear el agua hacia el lavabo. Tardo unos quince minutos en vaciar la sentina.

Mientras revisaba la sentina, el Capi encontró una botella de vino tinto ahí escondida, así que me pongo a hacer una pasta y durante la cena pasamos del silencio a hablar de temas dispersos, buscando distraernos del hecho de que el barco posiblemente se esté hundiendo. A las dos horas y media volvemos a revisar la sentina y no parece haber vuelto a entrar agua o, en todo caso, está entrando muy poca. De postre parto una toronja gigante que resulta tener una colonia de gusanos en su interior. Pruebo con otra: deliciosa.

El 19 de abril amanece con un cielo azul intenso interrumpido por pequeñas cumulonimbi. El viento sopla de través por estribor a 15-20 nudos y las olas son altas pero no tan incomodas cómo en días pasados. El Capi pasa unas horas tratando de arreglar la pantalla del GPS, que recuerda le vendieron cómo impermeable. Veo nadar una caja de unicel. Un bobo ya viejito pasa horas descansando sobre la proa y todo indica que no nos estamos hundiendo. Sin embargo, no hemos pescado y se empiezan a acabar las opciones de comida. Desanimado, almuerzo una Maruchan. Conforme nos acercamos a Hawái, la necesidad de comprar un boleto de avión comienza a inquietarme. No es fácil evaluar opciones sin acceso a internet. Desde de Dinamarca, por mensajes de hasta ciento sesenta caracteres, mi madre me ayuda enviando alternativas. Al atardecer, montamos la pantalla y funciona.

Paso el siguiente día ponderando itinerarios disponibles, todos mucho más caros que lo que parecía haber dos semanas antes. Ahora vamos ciñendo por la amura de estribor, buscando librar la Isla Grande de Hawái por babor. Esto hace que las olas salpiquen la cubierta y quizás expliquen por qué sigue entrando agua al barco. Por babor, pasamos otro objeto de plástico, quizás una boya pérdida. Cambios sutiles en la velocidad del viento impactan fuertemente el ángulo de inclinación y nos mantienen ocupados ajustando el tamaño de la Mayor. Un dorado muerde pero problemas con el carrete de la caña permiten que se escape. El nuevo rumbo nos tiene más inclinados que de costumbre y el interior del barco parece haber sufrido un terrible terremeto. En un ajuste de velas trueno la cuerda que sujeta el vang. Segundos después, el Capi sube a cubierta a pedir un estimado de daños. Basta con remplazar la cuerda, que parece haber reventado por desgaste. Ansioso por pescar algo, luego de reparar el vang, permanezco gran parte del día sobre la cubierta, incluso dedicando horas a confeccionar nuevos anzuelos.

El día trece de esta madriza el viento vira hacia el noreste para pegarnos de través a 15- 20 nudos, y aunque las olas son mayores a tres metros, vamos menos inclinados y por lo tanto un poquito más cómodos. De brunch hago unos huevos revueltos con chorizo y frijoles refritos negros, mientras que por la tarde Jake se arma un pan artesanal, que bajamos con mantequilla y unas chelas podridas. Hemos descubierto que el tanque de agua está contaminado con agua de mar. La pantalla del GPS nos marca en el Golfo de Guinea, unas cuatrocientas millas al sur de Abidjan. Los vuelos han subido dramáticamente y ahora estoy considerando volar a México en lugar de pasar esta crisis en Copenhague. En un lapso de dos horas, alcanzo a distinguir dos artículos de basura. Me pregunto si estamos acercándonos a alguna de aquellas islas gigantes de plástico que existen en el Pacífico. Si tuviera internet, buscaría sus coordenadas, al menos para estar seguro de no meternos ahí. Perdemos otro anzuelo. Paso horas ojeando manuales sobre cómo reparar y mantener mi velero, mientras Demonio, patinando de babor a estribor, lamenta su miserable existencia.

Después de dos semanas luchando contra el viento y las olas, ya quiero llegar. Ese día compro mi boleto a México y no puedo dejar de pensar en lo que viene: la migra, el virus, el vuelo, la ciudad, las paredes… Me es difícil disfrutar del presente, que normalmente viene con naturalidad en un velero. Tampoco puedo enfocarme en leer. A media tarde Jake se rifa con unos pretzels y las últimas chelas. Mientras espera que horneen, inspecciona la sentina y la encuentra llena de agua.

Cuando despierto para mi turno de las 0700 el viento está de locos, yendo de 8 a 23 nudos. Esa mañana perdemos un anzuelo más, termino de leer los Viajes de Gulliver y empiezo Packing for Mars. Por la tarde el viento se mantiene entre 15 y 20 nudos y hasta vira para darnos un ángulo cómodo, por la aleta de estribor. Tom aprovecha para cocinar un chili, especie de caldo de frijol con trozos desmenuzados de carne enlatada, elote, ajo, chiles y quien sabe qué tantas cosas más. Por la noche nos pega entre 18 y 22 nudos de través, con lo que vuelve el caos al barco. La pantalla funciona de manera intermitente. Paso mi turno con dos rizos en la Mesena, sin Mayor y un rizo en la Genovesa. En su turno de 2300 a 0300, Jake agrega un rizo a la Genovesa. Durante mi descanso, mi cabina adquiere un aroma intolerable.

A las 0830 del día dieciséis vemos tierra por primera vez. La Isla Grande, de las más bonitas de Hawái, supuestamente. No nos vamos a acercar, ya que hacerlo afectaría nuestro ángulo de viento así cómo su fuerza. Aún a veinte millas náuticas de la costa, alcanzamos a ver el pico del volcán Mauna Loa. Las olas rebasan los cinco metros pero su frecuencia es placentera. El viento va y viene, hasta obligarnos a usar el motor unas horas. Pescamos un pequeño dorado que Demonio disfruta verme filetear pero se niega a probar. Media hora después desayunamos unas probaditas de ceviche. A las pocas horas vuelve el hambre, que trato de aplacar con una Maruchan. No sé si el olor de esta, los meados esparcidos por la cocina, el nuevo vaivén de las enormes olas o una indigestión por el chili de Tom, pero opto por regalarle mi sopa a Jake y vomitar por la borda. Mientras vomito, una botella de Coca-Cola en las olas me hace pensar en el pronto alivio que sentiría con una bien fría y cargada de burbujas. Hace tiempo que se terminaron los refrescos. Por la tarde sopla a quince nudos y de popa, lo que a ratos nos permite surfear las olas y acelerar un poco. Me echo una siesta y horas después logro meterme un caldito de pollo. Finalmente atribuyo mi alivio a un sal de uvas que, pensando aún en esa coca, encuentro justo antes de mi turno vespertino. Estamos a menos de doce horas de tocar tierra. La noche está despejada y reconozco el cielo que dejé dos meses atrás. El Capi acaba de vaciar otros veinte litros de la sentina y pide que le eché un ojo al final de mi turno. Tan cerca y tan lejos.

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