La sensación es similar a la que produce dejar una tesis inconclusa o un diploma extranjero sin revalidar, ya convencido que no pasa nada… No es tan perturbadora como lo que resiente alguien que aplaza una conversación desagradable e inevitable, o rehuye de la visita al dentista o el examen médico pendientes, solo lo suficiente tangible y molesta para saludar, aunque de lejos, hasta en tus momentos de mayor dicha.
En mi caso, es la sensación que produce tener que dejar otra crónica (la de la varadura, entre otras) inclusa. Aunque no es verdad que me perturbe en momentos como los de la fotografía, si lo hace cuando estoy de huevón viendo Game of Thrones o alguna otra serie. Así que antes de emprender un nuevo viaje (zarpo mañana por cuatro días al rededor de la Bahía de Phang Nga), quiero hablarles de la llegada del monzón y de Phuyin Ti Sungsung al Sureste Asiático.
Las dos semanas que precedieron la llegada de Phuyin Ti Sungsung a Phuket fueron de cielo azul, mar de espejo y temperaturas infernales. Las reservas de agua de la isla terminaban de secarse y los baños en la escuela de vela y restaurantes comenzaban a apestar. Las dos semanas de calma anticiparon este día y los que vendrían. La masa continental muy al norte de Phuket había concluido su transformación primaveral y ahora absorbía la radiación solar con la misma eficacia que el mar a mi rededor. El viento había muerto, la presión atmosférica sobre Asia y sobre el mar Indio se había equilibrado. Sabíamos que la calma no podía durar y que pronto la costa de mi isla se convertiría en un frente de batalla entre masas de aire frío y caliente, armadas de vientos fuertes, lluvias torrenciales, marejadas e inundaciones. Con la avanzada del frente hacia el norte, los vientos que hasta ahora habían soplado de China soplarían ahora del mar hasta las estepas mongoles.
Ese giro radical ocurrió el 22 de mayo. Aprovechando mi día libre, desperté como a las 0900, unas dos horas más tarde de lo normal. Era domingo y por primera vez el cielo amanecía cubierto de nubes, cada una representando un tono distinto de gris. A las nueve y cuarto estaba bañado, vestido en shorts y guayabera de manga larga, esperando que hirviera el agua de mi café. Tomaría mi café mientras terminara de llover -esa lluvia por tanto tiempo ansiada. Como buena lluvia tropical, a los veinte minutos comenzó a disiparse y desde mi balcón alcanzaba a ver que el sur de la isla mostraba esperanza de un día despejado. Asumí que Phuyin saldría a los quince minutos de aterrizar y que yo tardaría unos cuarenta y cinco minutos en recorrer los 35km de camino a bordo de mi pequeña moto gris de características casi idénticas a Juanita Chantik. Nunca imaginé que más temprano que tarde alcanzaría la tormenta.
A los cinco kilómetros de casa empezó a gotear, a los ocho me detuve para esconder mi teléfono en la guantera y a los diez, viendo el cielo azul cada vez más distante en mi retrovisor, ya estaba empapado de pies a cabeza, contando la distancia que aún me separaba del aeropuerto. Al cabo de media hora más bajo la lluvia llegué y justo cuando estaba estacionándome vi a Phuyin salir del aeropuerto, encendiendo un cigarro.
Ella lo describiría así:
Phuket me recibió el 22 de mayo con un calor y una humedad bastante chingonas y con un Andrei Rostislavovich empapado esperándome afuera del aeropuerto.
Me divirtió darle la bienvenida a Phuket con un abrazo empapado. Ella fumaba su cigarro mientras yo le contaba de la lluvia, de la canícula y de como pronto se despejaría y sería un día hermoso. Cuando terminó, sacó de su bolsa una chamarra de marinero super profesional que le había encargado, se puso un ligero rompevientos y mi casco, yo me quité la guayabera y estrené mi chamarra. Durante todo el regreso llovió y, aunque calientito, sufrí las gotas de lluvia en la cara, manejando con ojos de chino, filtrando con mis pestañas tanto el agua del cielo como el lodo que despegaban del pavimento las llantas de los coches y camiones.
Pasamos el resto del domingo echando chelas en mi balcón, al abrigo de la batalla que había comenzado sobre Phuket.
Después de beber 500 cervezas cada uno y que Andrei me mostrará el mercado de los fines de semana -donde se come cabrón- nos fuimos a jetear.
Dos días después invité a Phuyin a navegar. Junto con otro instructor, Rata, iba a dar una clase de vela a dos clientes y un nuevo pasante de la escuela. Phuyin podría observar y disfrutar del paseo. El cielo estaba oscuro pero no lo suficiente como para disuadirnos. Aún no había dejado de llover y como todavía no estábamos acostumbrados a ver el cielo caer, teníamos la esperanza que en cualquier momento mejoraran las condiciones.
El 24 de mayo lo acompañe a su lugar de trabajo y escuela de veleo. El día no lucía de lo mejor, estaba nublado, pero nada más.
Nos subimos a velear 6 personas, 2 con cocimientos suficientes para llevarnos a buen puerto, 3 aprendices y yo
Como se veía que iba a estar bailador el asunto, estuve pensando si tomarme o no la pastillita para el mareo, sin imaginarme que eso al final, iba a ser mi última preocupación.
Empezamos por pedir que cada quien tomara un salvavidas, lo ajustara a su talla y lo acomodara en un lugar que recordarían en caso de tener que usarlo, luego repasamos las acciones a tomar en caso de tormenta y hombre al agua, repartimos papeles y responsabilidades y zarpamos; cinco pasajeros [zarpamos] ese día, a dar un paseo de tres horas, a dar un paseo de tres horas. Pero se vino un temporal y [aunque no] naufrago, de no ser por su tripulación, [Piccolo] se habría perdido.
Pues bien, zarpamos -no me pregunten rumbo a dónde, no lo se- de repente Andrei, de una manera muy tranquila me dijo: «¿Ya sentiste cómo bajo el viento por completo? Eso significa que viene una tormenta, no quiero voltear, pero seguro traemos una nube negra gigante detrás».
En efecto, ahí estaba.
A una hora de salir nos pegó la primera tormenta. Como instructores responsables, la habíamos visto acercarse progresivamente y estábamos listos para recibirla, habiendo elegido un rumbo seguro por si la visibilidad disminuía drásticamente, bajado la vela mayor y vestido a todos con salvavidas. De estar veleando con 17-19 nudos de viento, el sensor ahora indicaba 24 nudos con ráfagas que alcanzaban hasta los 29 nudos.
Comenzó a llover, todos listos, enchamarrados. La «tormenta» duró muy poco. Yo pensaba «Mmmm… ok, estuvo leve lo puedo tolerar».
La tormenta duró aproximadamente quince minutos y nos dio una buena probadita de lo que puede pasar cuando el cielo se traga la tierra.
No sabía lo que estaba diciendo.
Veleamos por otros veinte minutos y nos pegó una segunda tormenta. Esta más de lluvia que de viento. Todos, menos un servidor y amigo, gracias a su chamarra super profesional, estaban empapados. Para cuando terminó de pasar, el viento se había reducido a unos cinco o seis nudos, así que después de andar al pairo por otros quince minutos decidimos levar la mayor, con dos rizos por si volvía a arreciar el viento. Estábamos entre Ko Aeo y el faro de Cabo Panwa, a unos dos kilómetros de la escuela, cuando decidimos volver para secarnos, comer e irnos a descansar. Cuando aún faltaban unos seiscientos metros para llegar a nuestra bolla y quedaban unos minutos antes de bajar y empacar las velas, decidí pasar al baño.
Después de un rato y de que izaran una segunda vela, se vino la tormenta choncha. La de a de veras.
Mientras orinaba, empecé a escuchar como si estuvieran apedreando a Piccolo y a sentir que incrementaba nuestra velocidad.
Enorme. Empezó a llover con una furia tal que te dolía la cara. No podías siquiera voltear a ver. Impresionante. Muchísima lluvia y muchísimo viento. Esto SÍ era la tormenta.
Al salir, me encontré a uno de nuestros alumnos analizando el sistema de navegación para sugerir el rumbo. Volví a la cubierta para recibir las pedradas directamente en la cara, descubrir que habíamos bajado el foque pero la mayor seguía izada, que no podíamos ver más allá de 25 metros, que íbamos a 8 nudos con treinta nudos de viento en popa y que otro alumno, no el más ducho, llevaba el timón.
En el ínter, varios se resbalaban al intentar hacer algún movimiento, incluso yo que por la mayoría del tiempo estuve pensando solamente en que mi única labor a bordo sería no caerme del velero.
Estaba acomodándome cuando la botavara pasó volando sobre mi cabeza. Rata tomó el timón y poco después apareció el faro de Cabo Panwa, a unos cincuenta metros. Íbamos hacia las piedras, otros barcos y un muelle. En ese momento salió el otro alumno a sugerir que viráramos noventa grados a estribor. Usando toda su fuerza, el capitán Rata logró virar esos noventa grados, lo suficiente para librar el faro por babor y sacarnos de la bahía, aplazando el problema del fondeadero plagado de tanqueros, graneleros, dragas y buques de guerra, redes y boyas de pesca, olas de cuatro metros y vientos de fuerza 7 en la escala de Beaufort.
No supe tampoco si íbamos hacia algún lado o si estábamos navegando en círculos.
Rata me pidió que fuera al mástil a tratar de bajar la vela mayor, pues ya estábamos yendo a nueve nudos y el viento soplaba a 40. A mis esfuerzos se sumaron los de Cenizo, el nuevo pasante que además de marinero amateur es ex marine. A penas logramos aliviar un poco la tensión sobre la driza mayor, quizás bajar la vela unos veinte centímetros.
Andrei y su colega intentaron bajar le vale trasera en estas condiciones. Imposible.
Si bien yo estaba disfrutando la tormenta, me dio pavor ver a estos dos intentando hacer esta maniobra en medio de un viento que -literal- los podía mandar a volar muy lejos; esto sin contar con el miedo de que la botavara se moviera y también salieran volando.
Buscando reducir aun más la capacidad de la vela para aprovechar el viento, Rata soltó el cabo de rizo. La vela iba ahora completamente pegada a las crucetas y obenques del mástil, parecida a un periódico que el viento prende contra una reja. Aún así íbamos a ocho nudos. No quedaba más que aguardar a que se calmaran las cosas.
Atado con un arnés, permanecí cerca del mástil a hacerla de vigía. La visibilidad seguía reducida y sabíamos que varios buques de guerra estaban anclados a nuestro rededor.
Después me di cuenta de que, en efecto, íbamos avanzando,porque de pronto apareció una isla; luego un barco de guerra, luego otro… damn!
Me reía por dentro, disfrutando por un lado la emoción y adrenalina provocados por la tormenta, consciente del relativo control que teníamos sobre nuestra embarcación, entretenido con la idea de que era el primer paseo de Phuyin en Tailandia y feliz de estar equipado con una chamarra de calidad. También me reía del soldado que tenia a pocos metros de mi, abrazando con toda su fuerza el mástil. Las olas habían pasado a ser de cuatro metros, la visibilidad ahora de 80 a 100 metros, vientos entre 30 y 36 nudos y todos, menos yo, estaban empapados. Noté que el Cenizo no llevaba arnés, así que le pasé el mio y fui en busca de otro. En el camino me topé con unos ojos enormes de nuestro capitán, una sonrisa tensa de Phuyin y la ecuanimidad de nuestro alumno, el no tan ducho. Luego de sorprender al capitán informándole que iba al baño, pasé a ver al otro alumno, que llevaba más de media hora encerrado, vigilando que no hubiera ningún peligro en nuestro rumbo. Con mayor dificultad que la primera vez, fui al baño, me lavé las manos, busqué el arnés y volví a mi lugar al frente del barco. La visibilidad había mejorado sustancialmente, pero aún tuvimos que navegar la tormenta por una hora antes de lograr virar contra el viento para bajar la mayor. Soplaba a 28 nudos cuando por fin lo logramos, encendimos el motor y emprendimos el largo meneo a casa, navegando ahora contra las olas y el viento a escasos 4 nudos.
Finalmente decidieron ponerse contra el viento para lograr bajar la vela. Lo lograron! Gritaron de emoción y yo aplaudí -cual Tai aterrizando en el avión-.
Estuvimos dentro de la tormenta al menos una hora.
No voy a mentir, llegó un momento donde me pregunté: ¿Cuándo se va a acabar esto?
Fue espeluznante, emocionante, de miedo y de respeto.
Esta fue la segunda vez que me trepo a un velero, me dejó una sensación adrenalinosa indescriptible.
Fue mi primer tormenta y la viví con una sonrisa.
No omito mencionar que Andrei, durante todo el trayecto tenía una cara de felicidad como de esas que tienen los niños cuando están jugando en la arena. Esto, sin duda, aliviana el momento.
Hoy puedo decir que sin problemas me volvería a echar otra :). Venga!
Cuatro días después, nos volvió a agarrar una tormenta. Para mi decepción, la recibimos tan bien preparados que incluso estábamos anclados y lo único que consiguió fue mojar a los demás.
La batalla meteorológica se mantuvo sobre la costa de Phuket durante diez días. Diez días de no ver azul, de usar chamarra de marinero super profesional, de no poder bucear con la recien acreditada Phuyin, de tener a los alumnos de vela encerrados en el salón viendo películas (como cuando los IMECAS se disparaban en el DF), de manejar y velear bajo la lluvia. Por más divina, Phuyin había traído el clima de Dinamarca a Tailandia y la por tanto tiempo ansiada lluvia comenzaba a desesperarme. Pero el frente se disipó y tomó su lugar una tolerable alternancia cotidiana entre un cielo azul o ligeramente nublado y uno o dos aguaceros, con la frecuente tormenta.
Antes de que Phuyin Ti Sungsung emprendiera su camino por el Sureste Asiático, volvimos a salir, ahora por un viaje de dos días al mero norte de la isla, acompañados de un gran amigo que llegó al barco directo de su oficina en Beijing. Pasamos la noche abordo de Piccolo y por la mañana, antes de entrar al canal que divide a Phuket del continente, navegamos hasta la entrada del parque nacional de Phang Nga.
Ahora tendré la oportunidad de conocerlo a detalle. Piccolo, el barquito que ya conocen, incluyendo capitán/instructor de vela, fue contratado por unos ruquitos franceses para un paseo/curso de vela de cuatro días por la Bahía de Phang Nga y yo me saqué la que espero no sea la rifa del tigre.