La Odisea a Batu Karas, día 2.

En Cilacap nos recibió un comité de ojekes, primero sorprendidos de ver unos bules llegar a su remota ciudad, luego más sorprendidos al enterarse que 2 de los 3 éramos mexicanos, y finalmente encantados de conocer a alguien del país natal de Christiano Ronaldo. Sacha y yo nos contentamos con que se pronunciaran admiradores del Chicharito y del mismísimo Brodi, Jorge Campos.

Después de mucho negociar acordamos que tres de ellos nos llevarían en sus motos al puerto donde podríamos convencer a algún pescador de llevarnos a Kalipucang ya que, como lo había advertido la guía, no corría el ferri hacia allá. Aprovechamos haber llegado temprano para negociar con calma con los pescadores y lancheros, pues a pesar de nuestro limitado indonesio, entendimos que como en México, todos estaban empezando con tarifas exageradas, especiales para gringos. Después de tres horas ya estábamos cerca: un lanchero sugirió que primero, por 10,000 rupias por persona (casi un dólar) tomáramos un barquito a Kampulaut, un pequeño pueblo en medio de los manglares, donde su hermano tenía una panga y nos podía llevar el resto del camino, fuera a Majinglak o Kalipucang, pero que esto había que negociarlo con el, limitándose a prometer que ahorraríamos mucho dinero.

Comuniqué la sugerencia a mis compañeros de viaje, Lourenço y Sacha, quienes habían pasado la mañana tomando café y conversando con los locales del pequeño puerto. Aceptaron la propuesta y nos fuimos a descubrir el barco en el que haríamos el primer tramo. Nos sorprendió ver que ya estaba lleno, incluso cargado de tres motos y muchas cajas y costales de víveres, pero los pasajeros y tripulantes (era difícil distinguir unos de otros) insistieron que aún cabíamos. Nos instalamos incómodamente en el barquito de 7 metros de eslora y 3 de manga y esperamos otros quince minutos antes de que partiera, tiempo que permitió que se embarcaran otras diez personas. Al raz del agua -e ignorando completamente los limites establecidos por la Convención Internacional sobre Líneas de Carga- el barquito zarpó, tomando una ruta que nos llevó primero por el puerto industrial de Cilacap -a donde sería posible nadar en caso de naufragio- luego hacia adentro de los manglares, donde un señor que resultó ser el pastor de la iglesia de Kampulaut, nos apuntó a un enorme edificio que apenas y se alcanzaba a percibir entre la maleza, explicando que era la prisión donde días antes habían ejecutado a balazos a 9 individuos que muchos años antes habían detenido en el aeropuerto de Bali mientras intentaban salir con unos pesados souvenirs de heroína.

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Llevábamos casi una hora navegando y sufriendo un terrible dolor de piernas y nalgas cuando por fin llegamos a Kampulaut, un pequeño Venecia rodeado de manglares, donde solo desembarcamos los güeros, el pastor y nuestro amigo, el del hermano dueño de una panga. A pesar de la bellísima naturaleza de los rededores, era imposible no ver la basura que había por todos, en los canales y callejones del aislado pueblo, con bolsas de plástico prendidas de las ramas y latas y botellas visibles en el fondo del agua. Descansamos una hora aquí, lo que nos permitió a Sacha y a mi recorrerlo de un extremo a otro e ir al baño, mientras Lourenço daba un paseo en canoa y echaba el palomaso con el pastor ante la congregación sabatina.

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Logramos que el hermano lanchero nos llevara hasta Kalipucang por unos quince dólares. Su panga, a pesar de lo pequeña, era muy cómoda, techada y tapizada de cobijas. Sacha rápidamente cayó dormido y quedamos Lourenço y yo a disfrutar del recorrido por el rio. Al llegar a Majinglak se unen dos ríos, uno que sigue de frente, supongo hacía el mar, otro que gira costa adentro rumbo a Kalipucang. Donde confluyen sucede un fenómeno extraño, pues las aguas se niegan a mezclarse y la frontera entre un rio y otro se distingue tan clara como agua y aceite.

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Tardamos cerca de una hora en llegar a Kalipucang, pueblito parecido a Nativitas si no fuera por la falta de trajineras, donde también se sorprendieron mucho con el arribo de tres güeros. Recuperado el shock vino la curiosidad y varias personas se acercaron a nosotros a tratar de descifrar nuestra procedencia y destino. Nos beneficiamos de su curiosidad recibiendo repetidas y detalladas explicaciones sobre hacia donde debíamos caminar para tomar el autobús que nos llevaría a Pandangaran, la siguiente escala de nuestra odisea. Nos despedimos del capitán y primer oficial de la panga, quienes estaban aprovechando el viaje para saludar a viejos amigos y hacerse de unas provisiones.

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Bajo el sol de medio día emprendimos la caminata hacia la carretera, seguido interrumpida por la pregunta «mau ke mana?» (¿a donde van?); pregunta que de tanto escucharla en lo que iba del día ya entendíamos y más o menos podíamos responder, aunque no dejaba de sorprendernos el interés de todos por saber nuestro destino. En el entronque de la callecita que nos sacó de Nativitas abordamos un pesero que, desafortunadamente, solo contaba con dos asientos libres. Sacha decidió sacrificarse por sus amigos poco atléticos y se mantuvo de pie la mayor parte del camino sinuoso, sin siquiera quitarse de los hombros las dos mochilas que llevaba. Su tez, músculos, barba y lentes de sol mantuvieron muy entretenidos a aquellos pasajeros que no habían caído dormidos ante el calor bestial, mientras yo sufría la falta de espacio que me obligaba a llevar la mochila sobre las piernas. El conductor, fumando un cigarro tras otro, manejaba su camión como si fuera bombero, rebasando cada que alcanzaba un auto o una moto que no estuviera conduciendo a su máxima velocidad, sin importar estar en plena curva, subida, bajada o recta con autos viniendo en sentido contrario. Mis viajes a Vietnam me recordaron que así eran las cosas en estas longitudes y no me preocupé. Sacha le daba la espalda hacía el frente, así que tampoco se angustió; solo a ratos le costaba mantenerse en equilibrio. Lourenço llevaba un par de años viviendo en la India, así que ni lo percibió.

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Pasó más de una hora antes de que llegáramos a Pandangaran, pueblo que yo sabía estaba sobre la costa pero cuya terminal de autobuses resultó estar a un par de kilómetros de ella. Empezamos a caminar en la dirección que nos apuntaron llevaba hacia el mar, seguidos de varios triciclos que ofrecían su servicio de transporte. Al cabo de un kilómetro bajo el sol decidimos hacer la inversión y por un dólar por piocha nos llevaron hasta un hotel que pensaban nos podía agradar, justo frente a la playa.

Aún era temprano y supuestamente no estábamos muy lejos de Batu Karas, así que decidimos rechazar la oferta de alojamiento y simplemente disfrutar de unas cervezas frías bajo una enramada en la playa en lo que recobrábamos fuerzas para seguir con nuestra Odisea. Ahora no recuerdo que llevó al tema, pero pasamos un largo rato discutiendo sobre el conflicto israelo-palestino, sin llegar a nada y solo consiguiendo que Sacha perdiera la paciencia, pues consideraba que Lourenço y yo nos colocábamos del lado palestino sin saber nada de historia ni de la realidad. El, en cambio, había estudiado detenidamente el tema e incluso vivido un tiempo en la zona de conflicto, y esto parecía ser suficiente para hacernos entender que el estaba en lo cierto y nosotros no, aunque a decir verdad nunca conseguí entender de que lado estaba y creo que solo le molestaba que nos atreviéramos a hablar con el limitado conocimiento que él suponía que teníamos del tema.

Dejándolo por la paz, contratamos otros tres triciclos y volvimos a la terminal, donde conseguimos un camión que prometía llevarnos a Batu Karas. El calor seguía muy fuerte y el camión iba hecho la madre, pero aun así tanto Sacha como yo caímos dormidos, mientras Lourenço pasó el camino negociando una tarifa especial por su pasaje, divirtiendo, y a ratos desesperando, al cobrador en su esfuerzo (creo que él acabó pagando un dólar y nosotros un dólar y cachito).

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De repente llegamos a un pueblito llamado Cijulang y, volviendo sobre su promesa, el chófer pidió que nos bajáramos. Tratamos de discutir con él pero nos dejó muy claro que no nos llevaría hasta Batu Karas. No sabíamos si estábamos cerca, lejos o siquiera en la buena dirección, y ya estaba oscureciendo. Solo quedaba un ojeke en la terminal y no habían taxis.

Sin advertirnos, Lourenço se paró en medio de la carretera y detuvo el primer auto que vio, el cual resultó ser una pequeña pickup detrás de cuyo volante iba Ano, un amable javanés que no hablaba ni una palabra de inglés pero que entendió que queríamos un aventón a Batu Karas y pareció estar de acuerdo con llevarnos.

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Yo iba de copiloto mientras mis compañeros gozaban de la brisa y de poder ahorrarse cualquier necesidad de dialogar. Todo indicaba que por fin íbamos a llegar, pero el destino tenía otro plan en mente.

Ano se salió de la carretera, tratando de explicarme algo que claro que no entendí. Yo solo supuse que a penas iniciada nuestra aventura, también terminaba, y que pronto estarían repartiendo nuestros órganos para enviarlos a diferentes partes de China. Eran como las 5pm cuando llegamos a una casa en obra gris, a unos 50 metros de la carretera. Ano nos invitó a seguirlo y fuimos bordeando la casa, pasando frente a un hangar con maquinas industriales de diferentes tipos, a un costado del cual habían montículos de una fibra café que no reconocía. Por fin llegamos a la puerta trasera de la casa y, luego de quitarnos las chanclas y entrar, vimos que no había ni un mueble, solo una estufa eléctrica portátil a un costado de la puerta, una antigua y pequeña televisión al fondo, una pila de ladrillos en una esquina y dos personas. Entretanto, Ano había desaparecido.

Primero se presentó el más grande, un tipo gordo de casi metro ochenta de estatura, treinta y tantos años, que dijo llamarse Angga. Luego otro pequeño, muy joven, flaco y tímido, que murmuró ser Asno -y a quien Lourenço decidió referirse como John Snow. Ambos sonreían de oreja a oreja, seguramente tan sorprendidos como nosotros del giro que había dado su tarde. Asno nos ofreció de cenar o al menos prepararnos un café mientras Angga nos invitaba a sentarnos en el suelo, cerca de la televisión que en ese momento estaba pasando caricaturas. A pesar de lo extraño de la situación y del lugar, de que ya casi era de noche y de que aun no sabíamos qué tan lejos estábamos de Batu Karas, decidimos aceptar el café y sentarnos a tratar de conversar.

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Angga, batallando por expresarse en el inglés que había aprendido escuchando a Bon Jovi, pero sobre todo hablándonos en bahasa indonesia o  sudanés, nos dio a entender que el y sus amigos fabricaban ladrillos de composta a base de fibra de coco y que los iban juntando en esa casa hasta tener los suficientes para llenar un contenedor y enviarlo a China. Los ladrillos, supuestamente, se expandían enormemente al entrar en contacto con el agua, bastando uno solo para mejorar la tierra de una pequeña parcela de jardín. Nos tomamos el café, que no era muy bueno pero ciertamente hecho con cariño, y retomamos el tema de Batu Karas, preguntándole a Angga si sabía donde quedaba, si conocía algún lugar bueno, bonito y barato donde nos podriamos hospedar y si nos podía ayudar a llegar allá. Entonces algo expresó que nos dio a entender que Ano ya le había dicho esto y que tenían la intención de llevarnos en cuanto Ano terminara de arreglarse, pues resultó que solo se había detenido en la casa a cenar y ducharse.

Al cabo de un rato los seis nos subimos a la pickup y, bordeando el Rio Verde, hicimos el último trecho a nuestra playa prometida. La noche impedía ver mucho y no sabíamos qué esperar de esta playa a la que nos había mandado Vasco y que tanto nos había costado alcanzar. En el camino, Angga nos iba contando que estaba casado y tenía un par de hijas que quería mucho. Se sorprendió al enterarse que ninguno de nosotros lo estaba, pues en su caso había sido un acto necesario para poder coger y no se podía imaginar llegar virgen a nuestra edad. Le explicamos que en nuestros países las cosas eran un poco diferentes, comentario que lo llevó a una profunda reflexión que lo mantuvo en silencio hasta que llegamos al fondo del pueblo, a una bahía de escasos veinte metros de ancho, donde un amigo suyo tenía unos cuartos que nos podía ofrecer.

Ahí conocimos a Komping, quien tampoco hablaba inglés, pero que logró expresar que cada cuarto valía 250,000 rupias, casi 20 dólares por noche. Empezó un largo y tortuoso regateo que los llevó a 100,000 por noche, cantidad que aun parecía elevada a Lourenço y que nos llevó a volver con Angga y pedirle que nos ayudara a buscar algo más barato.

Entonces fuimos a la que resultó ser casa de los padres de Ano y Asno. Ahí querían cobrarnos lo mismo, solo que estábamos ahora a un par de kilómetros de la costa. Luego de una corta e incomoda conversación con la familia, Angga ofreció alojarnos gratis en la fábrica de composta. Aunque muy agradecidos con la oferta, le pedimos que nos llevara de regreso donde Komping, pues ahí nos quedaríamos al menos la primera noche. Nos despedimos de Asno y Ano, así como de sus padres, y Angga nos condujo de vuelta.

Frente a nuestro nuevo hogar, nos echamos unas chelas para festejar el arribo, luego otras. Lourenço se adelantó a buscar algo de cenar, encontrándose en el camino una guitarra con la que empezó a ganarse el cariño de los locales. Esa noche conocimos a un adolescente que trabajaba de mesero en uno de los warungs de la playa principal y que curiosamente era súper fanático de la lucha libre mexicana. Nos presumió las numerosas fotos que tenía guardadas en su teléfono, particularmente de Rey Misterio (y entre las cuales a veces aparecían algunas pornográficas de mujeres desnudas pero con burca). Luego de unos deliciosos soto ayam (caldo de pollo) y otras cervezas, decidimos continuar explorando Batu Karas y dirigirnos hacia donde parecía estar tocando una banda en vivo. Aunque muy talentosa, la banda limitaba su repertorio a éxitos de los ochenta y de Bob Marley, washawasheando con mucho corazón las mismas canciones de Brian Adams, Bon Jovi y Rod Stewart que habíamos escuchado a bordo del tren.

Había poca gente en el lugar pero se sentía lleno y acogedor. De pronto se nos acercó un simpático pelón australiano llamado Marty, con el que empezamos a cotorrear mientras nos acercábamos poco a poco a las escasas mujeres que había en el bar.

Cuando repitieron la de No woman no cry y ya todas las mujeres del lugar nos habían dado el avión, decidimos que era buen momento para retomar la exploración del pueblo. Cruzamos el cerro que divide la bahía de Batu Karas de una playa muy larga y alcanzamos a percibir, a gran distancia, música que claramente indicaba una gran fiesta. Con chela en mano, caminamos hasta dar con ella y en la entrada unos indonesios notaron que estamos dudando entrar. En lugar de batearnos, insistieron que no había problema con que nos coláramos y uno de ellos nos llevó de la mano a unas hieleras gigantes donde encontramos unas cervezas mucho más frías que los caldos con los que habíamos llegado. No tardamos mucho en darnos cuenta que habíamos crasheado una boda en la que a todos ya se les habían pasado las copas, pues varios estaban nadando en la alberca totalmente vestidos y a cada rato caía uno más. Nos tomamos la cerveza y decidimos que, antes de que nos tiraran al agua o agrediera un mala copa, convenía volver a nuestra exclusiva bahía y dormir.

Con esta bienvenida a Batu Karas concluyó la Odisea que habíamos emprendido la tarde anterior y que había implicado transporte en taxi, tren, moto, lancha, panga, peseros, triciclos y pickup, pero dado que habíamos llegado de noche, tendríamos que esperar al día siguiente para saber si había o no valido todo el sudor.

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