El 31 de marzo fue mi último día de chamba. Antes de encontrarme el 11 de mayo con Sacha en Yakarta, quería hacer un par de escalas en lugares ya conocidos y apreciados. La muerte de mi hermano, varios viajes de trabajo a Ecuador y los pendientes organizacionales necesarios para sobrevivir tiempo ilimitado en el extranjero habían impedido que me enfocara en la planeación del viaje. Aun así salí el 16 de abril, estresado por la prisa con la que me estaba yendo, los pendientes que dejaba y por aún no tener vuelo a Yakarta, ni idea sobre las visas que requeriría.
Con el único propósito de pasar unos días en compañía de los maravillosos Olivia y Guillaume, mi primera parada fue Nueva York. En lugar de agobiarme con el caos de Manhattan, ellos tuvieron a bien llevarme a pasar el fin de semana a Orient, Long Island, donde, además de tener una preciosa casita en la playa, habían logrado que Mark, el suegro de Guillaume, les prestara su recién adquirido Boston Whaler. Previo al viaje inaugural del juguete de Mark, como sucede en muchas primeras venturas marítimas, el motor no arrancó. Le echamos un par de litros de gas y aún así nada. Llegó a la Marina un francés que se veía ducho en eso de las lanchas, hizo a un lado a Guillaume –por poco y ni siquiera se ahorra el zape- y en dos segundos consiguió que la máquina rugiera con la potencia de sus cientos de caballos de fuerza, ahora obligados a llevarnos de paseo. Aprovechamos que José, nombre que debe pronunciarse con acento francés, también salía a navegar en su propia embarcación para ver como lo hacia, calar las aguas, aprendernos los obstáculos submarinos, las vías de entrada y salida de la bahía, etc. En el momento que nos alejamos lo suficiente de toda civilización y que José ya no sentía necesidad de chaperonearnos, los cientos de caballos murieron a un tiempo.
No podía ser la gas, pues le habíamos echado ese mencionado par de litros. Tampoco podía ser el motor, puesto que sólo unos días antes Marvin, un mecánico guatemalteco que también resultó ser jardinero, paisajista y talachero, había dado su visto bueno a la compra. Un misterio que nos llevó a tirar el ancla y poner el hámster a correr. No llevábamos agua, ni comida, ni bloqueador, ni radio; verdaderos novatos haciéndola de navegantes.
No pasaban lanchas y el servicio de salvamento (afortunadamente, sí había señal) quería 500 dólares por sacarnos de nuestro pedo, el cual ni siquiera podíamos describir, pues no supimos explicar dónde estábamos ni a dónde queríamos ser remolcados, y de cualquier forma esa era una opción que no íbamos a tomar en cuenta, dado que tarde o temprano José tenía que pasar cerca de donde estábamos en su regreso hacia la Marina. Tierra firme, aunque desierta, no estaba muy lejos, así que al final un estúpido consenso nos llevó a levar el ancla y dejar que la corriente nos acercara a la orilla para poder varar la lancha.
Varamos y en lo que paseábamos por la playa buscando la solución al predicamento, sin darnos cuenta, la marea bajó. Cuando por fin pasó el frenchie a rescatarnos habían pasado varias horas y el juguetito de Mark ya estaba totalmente fuera del agua, haciendo imposible jalarlo mar adentro. No obstante, hicimos un par de intentos, pues era bastante feo pensar que íbamos a abandonar la nueva lancha ahí, sobre la arena, sin saber qué pasaría en el momento en que volviera la marea. No hubo alternativa y el bendito José nos llevó de vuelta a la marina, no sin antes ofrecernos unos chocolatitos y agua, proponiendo que volviéramos por el Whaler a la medianoche, cuando se suponía lo encontraríamos nuevamente a flote.
Ya apenados con la sucesión de osos frente a José y no queriendo molestarlo más, contactamos a Marvin. Él vivía en una isla de la zona y prometió que tempranito al día siguiente se lanzaría con un compa a recuperar la lancha y que para eso de las ocho la veríamos ya amarrada en Marina. Como buena promesa de latino, muy a pesar de unas excelentes intenciones, eso no se dio. Resulta que su propia lancha no arrancó, cosa rara para un mecánico de lanchas. Ya entrada la mañana, con varios de sus cuates subidos en una pick up azul metálico con vidrios polarizados, llegó a la cabaña a preguntarnos si había forma de acercarse a la lancha por tierra. Viendo que nuestras descripciones del camino no estaban sirviendo de mucho, decidimos escoltarlos al parque nacional a través del cual podrían llegar a la playa donde habíamos varado, a sabiendas que la lancha estaría en ese momento a flote, probablemente a unos cien metros de la costa. En lo que nuestros amigos de aspecto de maras salvatruchas se echaban su trekk hacia la lancha, Guillaume y yo guiamos quien se había quedado al volante de la pick up, un joven rastafari medio lelo (hasta Marvin lo advirtió), chimuelo y de piocha llena de palomitas, a la Marina para que pudiera recoger a sus cuates una vez concluida la hazaña encomendada.
Pasaron otras horas y el bote no llegaba a puerto. Resultó que, para sorpresa de Marvin, el agua estaba demasiado fría para llegar a la lancha nadando. No fue hasta que casualmente pasó por ahí José, nuestro héroe salvador, que consiguieron un ride al Whaler, lo arrancaron y concluyó el maiden voyage. Gracias José, por esta y por las que seguramente vendrán.
Marvin contó luego que el único problema con la lancha era que no le habíamos puesto suficiente gasolina. Sabiendo que el nuevo juguete de Mark había quedado bien estacionado y que no tenia ningún problema, regresamos a Brooklyn por unas chelas de despedida, tras las cuales Guillaume me llevó al aeropuerto para tomar el vuelo a Copenhague.
La experiencia me trajo muchos recuerdos de la Cuicuiri, aquella lancha que compré sin considerar sus implicaciones y que después de unos 5 años de mucha diversión, varias remolcadas, buenísimo wakeboard, broncas con el solenoide, viajes a playas preciosas, tremendos gastos y demasiadas frustraciones, se hundió en el muelle de Los Cocos, Disco Beach Club Resort & Spa, Acapulco; día que me confirmó que es tan bonito comprar una lancha como deshacerte de ella.
Qué chingona anécdota
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