Hemos llegado a la meta de esta carrera, al pueblo de Nemberala en la isla de Rote; una desa de pescadores y surfers, con una sola calle y unas cuantas terracerías, quizás dos restaurantes y menos de una decena de hoteles. Llegar hasta acá implicó un esfuerzo enorme, tanto nuestro como de parte de Chinta Besar, Juanita Chantik, Rayo Athul y Peter, que ahora se recompensa con una semana en la playa para echar la hueva, leer, escribir, surfear, comer rico y ver el Sol, la Luna, Júpiter y Venus pasar sin preocupación alguna.
Nos estamos quedando en el Tirosa, un humilde hostal compuesto de una casa principal que otrora hubiera podido albergar la administración y cafetería de una típica escuela indonesia; un conjunto de pequeños edificios y cabañas de colores pastel, amarillo o verde, que hubieran podido ser los salones y un patio central para jugar fútbol o cotorrear a gusto, si no fuera por el riesgo de morir descalabrado por los cocos que caen constantemente. Las construcciones recuerdan aquellas de la costa norte de Yucatán, abandonadas al mar y salitre o destruidas por pasados huracanes. Nuestro cuarto se eleva un metro sobre el suelo y cuenta con una terraza lo suficientemente amplia para que quepa una mesita, un par de sillas y nos invite a pasar la mayor parte del día aquí, disfrutándolo. La habitación se mantiene siempre fresca, con ventanas sin vidrio ni mosquetero, invitando, a pesar de los colchones de espuma y almohadas robadas de algún antiguo sofá, los sueños más profundos y, de vez en vez, psicodélicos. Tenemos la suerte, a diferencia de nuestros vecinos, de contar con un escusado «occidental»; los baños son a jicarazos, y la electricidad sólo fluye de noche. El viento sopla constante todo el día, apaciguando los treinta y tantos grados habituales y manteniendo alejados a los moscos y moscas. A unos cincuenta metros de nuestra mesita el mar, de colores azul, verde y turquesa comparte el horizonte con una playa de harina blanca y lo único que se escucha es el baile de las palmeras, el cacareo de los gallos y alguna discusión entre las cabras que pasean libremente en busca de algún antojito.
En esta isla hay dos rutinas posibles: la primera es la de Sacha, quien despierta todos los días entre las 5.30 y 6am para a ir a surfear, luego de uno o dos cafecitos y un par de cigarros; regresa a las 11.30, justo para echarse encima unos cubetazos de agua fresca sacados del poso ubicado al centro del patio y sentarse a la mesa gigante ubicada en el comedor comunal que invita a todos los huéspedes a comer lo que Martina y sus hijas, administradoras del lugar, hubiesen preparado, usualmente un guiso, sea de pescado o de pollo, acompañado de una ensalada siempre fresca, otro guiso de verduras y el siempre presente nasi putih (arroz blanco). Su almuerzo concluye con uno o dos cafecitos más alrededor de nuestra mesita, leyendo alguna novela, hablando de lo que tiene pensando escribir para el blog, seguido de una siesta de supuestamente 30 minutos, que normalmente se extiende por un par de horas. Cuando la siesta es breve, lee un poco más o se aventura a recoger madera para la fogata de la noche. Más o menos a las 3pm, después de otro cafecito y cigarrito, se va surfear hasta que el sol se pone, hora a la que vuelve, agotado pero feliz, para convivir alrededor de la recién encendida hoguera.
La segunda rutina posible es la de Andrei, mucho menos compleja: se despierta entre las 6 y 10am, dependiendo de que tan temprano se haya dormido, de que tan fuerte hubiesen bienvenido la aurora los gallos o de si algún vecino impertinente está conversando en o cerca de su terraza. Desayuna el pancake o panesito que toque, un café, a veces dos, y se pone a leer o a escribir. A eso de las 11am se echa una nadadita, sus cubetazos de agua fresca y, con cierta angustia, debido a su falta de hambre, se reinstala en la mesita a esperar el llamado de «¡makan!» que invita a todos los huéspedes a dirigirse voluntariamente a la mesa principal, so riesgo de ser llevados de la oreja por Martina. Al terminar, con un copi en mano, vuelve a la terraza y se dispone a seguir leyendo o a escribir un poco más, si es que aún no se ha acabado la pila de su laptop, ya que solo hay electricidad por la noche. Intercala estas actividades conversando con los vecinos, yendo a nadar, a recoger leña o simplemente echándose unos refrescantes cubetazos (él únicamente surfeó el día de su cumpleaños, y eso porque una güerota australiana le insistió, procuró una longboard perfecta y llevó de la mano a marea alta, para que no le diera tanto miedo el filo del arrecife).
A las 6.30 pm se vuelve a escuchar el grito «¡makan!» y todos, sin importar lo colorido del atardecer o lo agradable que esté la fogata, nos volvemos a juntar en la mesa principal del Tirosa para la última comida del día. Las cenas son igual de buenas que las comidas y siempre les sigue un rato de sobre mesa y uno que otro café, tras lo cual regresamos a la fogata; los aussies con sus Bintang besar (chelotas de marca Bintang) y nosotros simplemente a jugar con el fuego y platicar. La mayoría de los huéspedes se duerme entre las 8 y las 9pm pero nosotros, con alguno que otro que no sea surfista intenso, aguantamos hasta las 11pm, hora en la que nos metemos a dormir, protegidos de los bichos de la noche, dengue y malaria por unas redes que engloban las camas en nuestro cuarto.
Es el contexto perfecto para recuperarnos de las cien horas que pasamos sobre las motos para recorrer los casi cuatro mil kilómetros que implicó la carrera de Bali a Dili con el fin de extender nuestras visas indonesias -que aún nos faltan muchas islas por recorrer- y, de paso, tratar de ponernos al día en la narración de nuestro viaje antes de que retomemos el camino y volvamos a carecer de tiempo y energía.
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