Volar

Desde chavito volé mucho. Nacido en el pueblo de Hans Christian Andersen y con algunos años de residencia en México, Perú, Gringolandia, Francia y Suecia, me tocó cruzar el charco varias veces, hacer escalas en lugares inubicables, probar toda suerte de aeronaves y ver la evolución del servicio aéreo desde principios de los 80 al día de hoy, marcada en mi mente por el contraste entre un avión con televisiones personales repletas de películas de estreno y otro pasando tres veces seguidas la película de Lassie en colores sepia, con una pantalla compartida por toda la cabina, audífonos que servían también de popotes, al tiempo que sus pasajeros fuman un cigarro tras otro.

Creo que no fue hasta que empecé a volar solo que mi atención comenzó a centrarse en los pasajeros y, hasta hoy, reconozco que sentía harta pena ajena cuando veía la cantidad exagerada de equipaje de mano con el que viajaban mis compatriotas y al ver que eran incapaces de esperar su turno para abordar (y esto, muy a pesar de que les rogaran una y otra vez solo formarse cuando fueran llamados). Sé que es poca cosa, comparada, por ejemplo, con la rabia que me produce ver la descarada corrupción de nuestro gobierno, pero me ponía de malas y estresaba porque sabía que si no me aperraba con ellos, mi maletita, 100% reglamentaria, no cabría en los compartimientos superiores desbordados de fayuca, krispy cremes, tere casola, sombreros y kilos y kilos de ropa de invierno que siempre se llevan o compran por si las moscas.

Sentado en la sala de espera, atento a mi vuelo de Copenhague a Doha, me vuelven estos recuerdos, pero ya no es pena ajena lo que me invade, sino miedo. Rodeado ahora de chinos (hablaban mandarín), comienzo a añorar a mis amigos guajoloteros, a sentirme fuera de mi elemento, a temer los miles de contrastes culturales con los que me voy a enfrentar los próximos meses. Y no importa si estos cuates -son como 30, los que a menos de 5 metros de mi están echando el picnic, saboreando sus toppers llenos de guisos bien apestositos, acomodando y reacomodando sus chivas en las miles de bolsas de plástico -disque del duty free- o llenando formatos de migración; lo fuerte es que están gritando como si estuvieran vendiendo acciones en Wall Street.

Siempre consideré que el «vagón silencioso» que existe en algunos trenes de Suecia y Dinamarca era una mentada de madre y me reía cuando en Kastrup, sin malas intenciones, lo abordaban turistas gachupines, cuyo escandalo desataba de inmediato convulsiones mudas en los vikingos a su alrededor. Ahora que estoy aquí sentado, esperando el arranque de mi gira por Asia, temo no disfrutar del bullicio, los olores y contrastes que me esperan. Con el miedo, espero absurdo, viene también algo de vergüenza por esa pena ajena antes mencionada. Nunca en esos vuelos a, de o dentro de México, temí por sentarme junto a un güey que gritara todo el camino o que llevará semanas sin lavar su ropa, o comiendo curry, o que fuera a la vez alérgico a la regadera y fan de los perfumes (solo confieso que algunas veces temí que me tocará un gordo o un mochilero europeo). Al subirme al avión de Qatar Airways me recibe una bonita aeromosa, quien después de leer mi boleto y pronunciar perfectamente mi nombre, me acompaña a mi asiento, disculpándose por su mala pronunciación. Sorprendido con el servicio, noto que muchas personas no logran leer lo que dicen sus boletos y que algunos, intimidados o confundidos por la atención de la aeromoza, se adelantan a asientos equivocados. Los picniqueros toman sus lugares, se gritan de un lado a otro, continúan esparciendo sus olores y yo: me resigno -no sin emoción- a la idea de una aventura similar a la del Transiberiano, aunque distinta por no tener trazadas sus vías; una aventura en la que, como en ese tren, esta clase de temores no tienen más relevancia que su valor anecdótico.

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