Entre el surf y la hoguera

El lunes 8 de junio, cerca del medio día, llegamos a Balian, una pequeña playa al noroeste de Canggu, que es donde estuvimos los últimos diez días y de donde salieron unas flamantes motos que nos acompañarán hasta que su muerte nos separe, o hasta la frontera con Malasia, luego de haber rodado por Timor, Papua Nueva Guinea y unas cuantas islas del archipiélago indonés. Ese día, como suele suceder cuando uno, no siendo surfer profesional, observa las olas de una playa nueva, todo se veía ad hoc para que pusiéramos a prueba lo aprendido en Batu Karas, en el sur de Java. Bueno, quizás algo picado y rudo, pero nada como Puerto Escondido o Pie de la Cuesta suelen estar.

Campamento de Surf de Balian

Campamento de Surf de Balian

Agarramos un par de long boards que venían incluidas en la renta de nuestra cabañita y salimos a tentar las aguas. La fuerza de las olas hizo imposible que saliéramos a tomarlas desde su inicio, pero nos divertimos un buen rato con la espumita. Las tablas no eran de la mejor calidad, pero tampoco les podíamos echar la culpa, pues ya adentro era evidente que el mar estaba picadísimo. No había ningún otro loco en el agua y el cielo estaba tornando negro, así que nos salimos para echar el nasi goreng.

Con la ilusión de que las olas nos trataran un poco mejor , al día siguiente madrugamos y salimos a surfear. Desde la playa, nuevamente, todo se veía idílico y apto para principiantes. No había viento, las olas parecían de máximo un metro de altura y el sol aún estaba por mostrarse-factor que yo asociaba con las mejores condiciones en Batu Karas. No tardé mucho en salir, pues iba lleno de determinación, entusiasmo y energía para asegurar un par de olas esa mañana (hasta hice unos estiramientos antes de entrar al agua); la corriente, aunque no muy fuerte, arrastraba mar adentro; y le había atinado a un momento de relativa calma. Pasó poco tiempo antes de que me diera cuenta que, otra vez, mi percepción de las dimensiones me había fallado. Me preguntaba entonces en qué carajos se había distraído el Furlong, que no estaba en el agua conmigo para repartir o, al menos, compartir, los madrazos que se venían. El tamaño de las ombak triplicó y mi tabla, curiosamente, en lugar de ayudarme a surfear, se convirtió en un imán de revolcones. Cada que pensaba haberme salvado, la ola engullía mi tabla y está, con su leash súper poderoso, se negaba a ahogarse sola o a dejarse socorrer por mi amable tobillo, llevándome consigo a la lavadora una y otra vez. Cuando por fin terminó el set y tanto el mar como yo recuperamos la calma, me puse a remar para tratar de encontrar una posición donde pudiera intentar tomar las olotas, que no tardarían en volver. Tras un gran esfuerzo, logré colocarme en un lugar apropiado y llegó una medianona (solo cuatro veces más grande que las que había agarrado en Java). Me acomodé sobre la tabla, apreté las nalgas y empecé a bracear durísimo. Después de la caída libre, la punta de la tabla se enterró y yo me fui de jeta, a llenar de agua mi cerebro, principalmente por los ojos.

Como siempre sucede en estos casos, a aquel revolcón le siguieron otros cuatro que se contentaron con llenar mis pulmones de sal, antes de que el mar se volviera a calmar. Aún así, no sentía que me moría, como alguna vez lo sentí nadando en Zicatela, ni sentía que me faltaban fuerzas, como también sentí alguna vez que intenté aprender a surfear en Puerto. Decidido a tomar aunque fuera una sola ola esa mañana, me subí a la tabla y remé sin parar hasta pasar la línea de la muerte. Llegué justo para librar otro set de tsunamis y ahí me quedé flotando un ratito, repasando los pasos a seguir para pasar de las brazadas a estar de pie. Primero estuve recostado sobre la tabla pero luego pensé que eso no se veía muy profesional, que los surfers suelen estar sentados sobre sus tablas, en lo que esperan la ola perfecta, así que cambié de posición, pero no tanto con el animo de verme bien, sino porqué pensaba que quizás la gente que ahora me observaba desde la playa estaba preocupada por mi, un solitario en el agua que claramente no sabía en lo que se había metido. No quería que comenzaran su día estresados, que yo, aunque a ratos quería llorar, en realidad no sentía que mi vida peligraba.

Dejé pasar otro set de colosos y me dispuse a intentarlo de nuevo. Me coloqué perpendicular a la pared que venia hacia mi, remé y sin mucho esfuerzo empecé a descender la tremenda masa de agua, solo para que mi tabla, ciertamente por algún defecto de fábrica, se enterrara nuevamente al pie de la ola y me mandara de hocico a rellenar el tinaco. Sabia que detrás de mi verdugo venían otros a rematarme, así que opté por ponerme flojito y cooperar hasta que se cansaran de zangolotearme.

A pesar del nuevo intento fallido, quise intentar una vez más y remé y remé hasta cruzar la zona de riesgo. Tranquilo, recuperando fuerzas, aliento y repasando nuevamente los pasos a seguir y los errores quizás cometidos, noté hacia la punta de mi tabla ciertas manchas de sangre e identifiqué en mi dedo anular la fuente. Con toda la adrenalina de las olas, no me había dado cuenta que me había cortado, probablemente con las quillas, y en ese momento, toda mi relativa calma desvaneció y me acordé de las bromas pesadas que un día antes de venir a Balian Fin y Marty habían hecho sobre los tiburones que supuestamente habitan estas aguas. También recordé los comentarios burlescos de Wayan, nuestro anfitrión, quien dijo que solo habían pequeños, incapaces de comer todo un ser humano, y que lo peor que podía pasar era que te dieran una mordidita. Además, como a cualquiera de mi generación, me vinieron a la mente las terroríficas pelis de Spielberg y el Shark Week del Discovery Channel.

Llegó otro set y decidí que no iba a intentar pararme, que era hora de salir por patas. Una mega ola me acercó bastante, pero me dejó temiendo por mis extremidades en un remolino de corrientes, justo donde desemboca el rio Balian. Apanicado, remaba sin lograr nada. Veía cerca mi meta, pero no me estaba aproximando y las olas llegaban de la izquierda, de la derecha y del rio. Por suerte, un tsunami que había reventado unos 100 metros atrás llegó a aplacar todas las demás y aproveché su espuma para planear hasta la playa, salir del agua y no volver el resto del día, aunque por varias razones y no solo por el fundado respeto a las olas de está playa o el leve temor a las mordidas de tiburón.

Exhausto, me arrastré al warung de confianza, donde encontré a Furlong echando el cafecito y claramente entretenido por la exhibición de deporte temerario que acababa de ofrecerle.  Con cierto morbo, le recordé que habíamos sido invitados a presenciar la cremación de una viejita del pueblo y que convenía, si no le daba miedo, que saliera cuanto antes a probar su suerte con Poseidón. No le fue mucho mejor pero si logró, a diferencia de mi, tomar una ombak que alegrara su mañana.

A las 8.30am nos subimos a Juanita Chantik, mi moto, y partimos en busca de Wayan, quien se suponía nos iba a colar a la ceremonia. Nunca lo encontramos, pero nos colamos de igual manera y en un relato posterior, contaré un poco sobre está experiencia muy interesante.

Un comentario en “Entre el surf y la hoguera

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