Hace unos días cumplí un año de haber vaciado mi escritorio, de tomar mi ultimo café de maquinita, de comer cuidando no manchar mi corbata y de cargar un mentado portafolios. Regalé mis trajes, camisas, corbatas y zapatos, compré las botas más ligeras y cómodas que encontré, una mochila con la módica capacidad de 10 kilos, empaqué unas guayaberas, playeras, jeans, shorts, chanclas y calcetines negros y azul marino (con el paso de los años había dejado de tener blancos) y me despedí una y otra vez de la familia, amigos y tacos. Y esto lo hice, en resumen, por impaciente.
Me tomó siete años formarme como abogado y trabajé otros siete como tal. Me había hecho a la idea que, como todos a mi rededor, gastaría mi salario en bienes materiales, en vacaciones relámpago, en borracheras y manjares y, en una buena proporción, en ahorrar para el retiro. Confiando que el gobierno mexicano tarde o temprano me quitaría los fondos que mañosamente me había obligado a separar para mi jubilación, opté por contratar un asesor financiero que me ayudara a planear a largo plazo. Entre otras cosas, este me preguntó a qué edad esperaba jubilarme, qué nivel de vida deseaba para entonces y si tenía algún sueño o actividad en concreto que esperaba realizar. A la primera, respondí «cuanto antes»; a la segunda, «una vida sencilla, sin grandes lujos ni gastos», a la tercera, un poco avergonzado por el potencial cliché, «navegar por el mundo en un velero». Me pidió que reconsiderara mi respuesta a la primera, lo que también me pareció razonable, y acordamos fijar como meta los 47 años, pues aunque lo normal fuera trabajar hasta los 65, a mis 32 yo no me podía imaginar pasar 79,000 horas más frente a una computadora. Pensar en los efectos que esta rutina tendría sobre mi espalda, mis piernas y mi vista hacia un tanto inverosímil considerar que fuera compatible con el sueño de atravesar los siete mares en un velero. En cambio, limitándome a 36,000 horas más tal vez si lo conseguiría, así que el asesor armó sus proyecciones en torno a esta cifra.
A los seis meses de que empecé a ahorrar para el retiro, mi hermano Rafael fue diagnosticado con cáncer. El llevaba varios años ahorrando para un retiro que ya no vería, lo que me hizo pensar que aún la reducida cifra de las 36,000 horas era una insensatez, que incluso el concepto de jubilación era un absurdo y que el error estaba en haberme dedicado a algo que no producía otra satisfacción que el salario que me daba y el ocasional ego-boost de un ascenso. Empecé a buscar alternativas dentro de la industria en la que ejercía, pues aunque mis labores cotidianas me parecían aburridísimas, el mundo costa afuera me era fascinante. Tuve entonces la oportunidad de embarcarme en el SR/V «Oceanic Sirius», un barco chulísimo de exploración científica que solo había conocido a través de sus contratos o posters en la oficina y al que llegué nada más y nada menos que en helicóptero, pues este se encontraba a unos cien kilómetros de la costa de Tamaulipas.
Ahí, además de aprender sobre sus funciones y capacidades, de disfrutar del bufet de salmón, camarones y otras delicias, dediqué mucho tiempo a buscar alguna actividad que pudiera desempeñar a bordo, pretendiendo dejar de ser abogado para trabajar en una de las tantas embarcaciones de la empresa. Lamentablemente, concluí que todas las labores eran o físicamente extenuantes o mentalmente embrutecedores.
Descartada esta alternativa, empecé a entretener la idea de dejar una vida donde solo los fines de semana, días festivos, vacaciones y ocasionales viajes costa afuera fueran buenos para buscar una donde quizás hasta los lunes serian fáciles de sobrellevar. Meses más tarde falleció mi hermano y, aunque aún no se me había ocurrido qué hacer de mi existencia, me convencí que estaba desperdiciando mi tiempo, renuncié y partí a la aventura con Sacha Mandinga, con la esperanza de inspirarme en el camino.
Ha transcurrido ya un año y no pasa un día sin que celebre esta decisión. En este año, entre varios amigos, arrancamos un proyectito en Manhattan: Miscelanea NY; descubrí la majestuosa y caótica isla de Hong Kong; recorrí unos 7,500 km del archipiélago indonesio, me decepcioné con la esterilidad de Singapur (lugar que desde hacía muchos años quería conocer e incluso habitar); me sorprendí con lo divertido, moderno y carismático que es Bangkok; aprendí a andar en moto, a surfear y bucear; sobreviví -y hasta disfrute- un Vipassana; conviví con decenas de personas felices, positivas e inspiradoras; volví a confiar en desconocidos; recuperé la salud que había perdido tras años de inactividad física, ingesta de comida chatarra y alcohol; me instruí en cremaciones balinesas y burocracia post-mortem; recordé lo efímera que es la vida; reafirmé mi convicción por disfrutar de cada día e incluso, encontré la que de momento parece la mejor actividad que pudiera desempeñar.

Miscelanea NY
En un texto publicado a mediados de octubre avisé sobre mis intenciones de dejar atrás los caminos y hacerme a la mar. Easier said than done, cuando no sabes nada de barcos, meteorología, motores de diesel o siquiera cocinar. A pesar de que exista un gran número de redes sociales enfocadas a encontrar barcos y tripulantes para cumplir el tipo de sueño que yo tenía en mente, mi falta de experiencia limitaba las opciones y concluí que convendría capacitarme tantito antes de sorprender a alguien con mi ignorancia e inutilidad. Luego de mucho navegar -por internet- encontré una escuela en Phuket que ofrecía hacerme Capitán e instructor de vela a cambio de un año de trabajo no remunerado.
Al final de mi recorrido el año pasado, tras la súbita y prematura muerte de mi compañero de viaje, Sacha Mandinga, volví a México por unos meses, a tratar de explicar lo acontecido, ver a mi familia, amigos y, lo que más gusto me dio, dejar atrás el nasi goreng por los sabores tanto tiempo añorados: tacos de cecina, carnitas, arrachera, chuleta, bistek, chamorro, costilla, pastor, chicharrón en salsa verde, mole, tinga, cochinita pibil, cabrito, pato, pulpo, choriqueso, barbacoa, escamoles y otros más.
Si ahora he decidido instalarme en la isla de Phuket es en gran medida porque el sureste asiático me parece precioso, su gente, sencilla, honesta y acogedora, la vida, barata y placentera, la escuela de vela, profesional, y porque me resulta asqueroso vivir en un México que cada vez es más autoritario y peligroso, con gobernantes -e hijos de gobernantes- que ya ni se preocupan por ocultar sus abusos y donde su impunidad y corrupción compiten con su ineptitud e ignorancia en las primeras planas. Ya veremos si nos sorprende el desenlace del Panamaleaks…
En el año que estaré aquí pasaré aproximadamente 2,400 horas navegando, las demás descansando, aprendiendo tailandés, conociendo a gente y disfrutando de una cocina que rivaliza dignamente con la mexicana en sabor pero la supera por mucho en salud. Sin duda extrañaré a la familia, los amigos y los tacos, pero confío que los tres meses que pasé en México llenaron las reservas necesarias para aguantar y así poder cumplir próximamente aquel sueño que pensaba dejar pendiente para la vejez en tiempos donde me creía cuasi-inmortal .
Mañana zarpo a Langkawi, Malasia, una isla a 2-3 días de vela de Phuket. Parto en un velero de doce metros que tiene la gracia de carecer de motor, con la misión de comprarle uno, instalarlo y volver sano y salvo. A ver que tal…
Hola, como los puedo contactar , quisiera hacer una entrevista para un podcast. Muchas gracias
soy mariana patino y mi correo es mariana.patinoa@gmail.com
gracias!
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Hola Mariana. De momento sigo en Langkawi, Malasia, y aun no se cuando vuelva a Phuket. Te mande un mail y creo que de momento lo mas facil es que comuniquemos por ahi.
Saludos
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El motor mas grande que tiene ese velero eres tu
.
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