«In this condition, like true seamen, who are perhaps the least of all mankind given to forethought, they gave it over, and away they strolled about the country again».
– Robinson Crusoe
Siéntese a [leer] el relato de un viaje fatal que empezó en el puerto tropical a bordo de este pequeño barco.
Mi formación para alcanzar el grado de Capitán de Yates inició a mediados de febrero con clases de vela, mareas y meteorología, seguridad en alta mar, manejo de cartas de navegación, señales de tránsito (boyas, faros), cuidado y mantenimiento de motores, VHF, y reglas para prevenir abordajes, o sea, choques entre barcos. Esta etapa concluyó con una evaluación de mi capacidad para planear una ventura marítima, debiendo considerar todo lo necesario previo a un zarpe hipotético, como la preparación del barco, de la tripulación y pasajeros, avituallamiento, análisis del clima, trazado de rutas y diseño de planes alternativos en caso de contingencias; todo lo cual me tomé muy en serio y preparé con ahínco.
Un mes más tarde, el dueño de la escuela me informó que iba a requerir mi apoyo para llevar a Piccolo, uno de sus veleros, a Malasia. La posibilidad de hacer un viaje de ciento veinte millas náuticas (222kms) me emocionó bastante, aún considerando que el barco no tenia motor, ni cocina, ni refrigerador. También me ilusionaba aplicar los conocimientos recién adquiridos y planear a la perfección nuestra salida de Tailandia y la ruta hacia Langkawi. Sin embargo, transcurrían los días y no recibía ningún detalle sobre el viaje, nuestra hora estimada de salida, el tipo de comida que convenía llevar, el tiempo que pasaríamos fuera de casa, etc. Debo confesar que el ñoño dentro de mi se sentía frustrado al no poder planear la ventura como me habían enseñado. Llegó el día que debíamos zarpar y supuse que el dueño, con toda su experiencia, había preparado todo y yo sólo debía subirme al barco, seguir instrucciones y disfrutar del paseo.
Me citó a las 0830 en su casa para de ahí ir a Migración, Aduanas y Capitanía de Puerto, y zarpar lo más temprano posible. Cuando llegué me recibió uno de mis colegas informándome que el jefe no había encontrado los papeles del barco y se había ido a la oficina a ver si por ahí andaban. Entretanto, debíamos esperarlo tomando un cafecito (y sólo tenia del instantáneo). Dieron las 0930 y recibí una llamada con mis primeras instrucciones: debíamos ir al supermercado a comprar los víveres y de ahí seguirnos hacia las oficinas de gobierno mencionadas. Pasamos poco más de una hora escogiendo diversos tipos de botanas, antojitos e ingredientes baratos para sándwiches; lo estrictamente suficiente para alimentarnos de mierda por la duración estimada del viaje. Era como volver a la adolescencia y comprar lo necesario para un fin de semana de fiesta, ignorando que quizás te dará hambre; sólo pensando en beber. No estaba para nada conforme y únicamente conseguí que incluyéramos unas bolsas gigantes de nueces y cacahuates, insistiendo que su valor energético nos podría salvar si el viaje duraba un poco más de lo pronosticado.
Nos encontramos con el jefe en un café cerca de Migración y nos invitó a brunchear, dando la impresión que no había ninguna prisa. Por fin a mediodía empezamos la tramitología y yo, con el abogado que llevo arraigado, me retorcía al ver como el jefe declaraba información al azar, asintiendo incluso que el barco llevaba materiales peligrosos y exponiéndonos con cada respuesta a un arresto o deportación. A pesar de esto, los diversos oficiales nos dieron su beneplácito y desearon buen viento.
A las 1340 soltamos los amarres y emprendimos el largo camino hacia Malasia. Quince minutos después, el jefe, ahora Capitán, encendió un escandaloso e ineficiente generador eléctrico para recargar las baterías del barco y poder usar los instrumentos básicos de navegación, como GPS, sondeador de profundidad, radio y anemómetro. Para cuando zarpamos los vientos de la mañana habían fenecido y luego de una hora todavía alcanzábamos a ver la boya en la que había pernoctado Piccolo. Desesperado, el Capitán lanzó su segunda instrucción del día: debíamos amarrar el dingui a un costado del velero y, gracias a su motor de tan sólo cinco caballos de fuerza, remolcar cuatro toneladas hasta encontrar algo de viento. De una velocidad de a penas un nudo (1 milla náutica/hr o 1.852km/hr) casi milagrosamente pasamos a tres nudos, aunque poco después volvimos a uno. El motor se había muerto así que tuvimos que dar media vuelta y regresar lentamente a la escuela de vela para intercambiar el difunto por un motor que con suerte funcionara.
Eran las 1530 cuando volvimos a intentar alejarnos de Tailandia. El viento permanecía ausente; el calor, insoslayable; el generador y el dingui, taladradores; la expectativa de comida, deprimente. Decidí distraer mi tensión revisando las cartas de navegación pero, para mi desgracia, descubrí que no llevábamos ni una. Vislumbraba un viaje un poco audaz (por no decir infernal), con un desenlace similar al del Minnow.