Yakarta, cayendo sobre blandito

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Después de dos meses de viaje, atravesar el mundo casi en su totalidad, más de 14 horas de vuelo desde Roma, una escala larga en la Ciudad de Kuwait y otra pequeña en Kuala Lumpur, por fin llegué a Yakarta, listo para encontrarme con Andrei y comenzar el trayecto por el sur-este asiático.

La decisión de viajar a través de Asia, empezando por Indonesia, fue mera coincidencia. Aunque Andrei y yo estábamos más que decididos a empacar maletas y tomar camino, no sabíamos bien dónde encontrarnos una vez el momento llegara, así que Andrei, una bella tarde después de alguno de mis últimos días de trabajo, comentó,

-¿sabes?, una buena amiga me invitó a su boda en Bali próximamente, ¿qué te parecería ir para allá?

-¿Bali?, me dije, ¿no está eso en Asia?

Me acerqué a un mapa y descubrí que la isla pertenece a un inmenso país formado por miles de islas del que apenas si conocía el nombre. No se dijo más y la decisión fue tomada.

A pesar de las reservas que guardaba sobre mi primer destino asiático, Yakarta, todo comenzaba bien: en principio, como tantas veces antes había recomendado Andrei, no perdí mi vuelo, situación que había logrado convertir ya en un hábito con las pérdidas de casi una decena de vuelos en viajes pasados. Kuwait Airways sería la primera en mostrarme la excelente disposición de ánimo asiática, ofreciéndome, a modo de disculpa debido a los 20 minutos de retraso del vuelo, un ligero entremés durante mi estancia en el aeropuerto de Kuwait, sin mencionar las constantes sonrisas y atenciones que prodigaban, tanto el personal de sobrecargo como las autoridades aéroportuarias, así como un arribo puntual a mi destino. No obstante, la situación no tardaría en cambiar.

Como lo mencioné antes, mi emoción por llegar a Yakarta no era desbordante. Después de haber vivido durante muchos años en la Ciudad de México, una de las ciudades más pobladas del planeta, llegar a otra aún más grande y caótica no era precisamente un sueño anhelante, lo que me hacía ver la megalópolis como una simple parada obligada para poder emprender lo más pronto posible el viaje a través del país del bahasa indonesia y nasi goreng special.

Sin importar la buena hora de llegada, la fila para las visas tenía una longitud de varias decenas de metros y la espera para obtener el deseado sello se prolongó por más de una hora. Por fin, y después de 35 dólares a una tasa de cambio de atraco, me encontraba con el pasaporte estampado y al otro lado de la barda.

El primer problema no se hizo esperar: Andrei, quien tan insistentemente había aconsejado no perder mi vuelo, y quien debía estar esperándome fuera de los controles de seguridad de la terminal aérea para comenzar el viaje, había perdido el suyo. En el aeropuerto de Hong Kong no le permitieron abordar el avión previsto debido a que no había adquirido un boleto de salida de Indonesia, que, aunque no es un requisito indispensable, algunas aerolíneas tienen la desfachatez de aplicarlo.

Yo, en parte porque él había planeado tener la misma consideración, en parte porque con quien llegábamos en Yakarta eran sus conocidos, decidí esperarlo. Durante mis primeras horas de espera me abordó un joven surcoreano solicitando ayuda. Al parecer ninguna de las casas de cambio aceptaban cambiar sus won y no contaba con otro tipo de divisa, por lo que me pedía hacerle el favor de cambiarle 100,000 rupias indonesias, equivalentes a poco menos de diez dólares estadounidenses, para poder tomar un taxi a la ciudad y llegar a su destino. Con el gusto de poder ser de ayuda le ofrecí la cantidad indicada sin aceptar su dinero y él se mostró muy agradecido -y un poco más. Después de haber aceptado el dinero, el coreanito comenzó a hacerme toda clase de preguntas personales, como con quién viajaba, cuánto tiempo, si tenía novia, por qué estaba tan guapo y tan solo, etc., cerrando la serie con un ”¿y eres gay?”, a lo que casual y amablemente respondí que no. Como cualquier ligador, el de la tierra del gangnam style no pensaba darse por vencido con la primera negativa; la secuencia de indagaciones siguió adelante para concluir con la pregunta “¿y lo tienes grande?”, a lo cual, el macho y bocazas que uno lleva dentro no dudó en responder “!por supuesto!”, lo que envalentonó al susodicho a extenderme una cálida invitación al baño para comprobarla, invitación que me vi obligado a rechazar debido a mis inclinaciones sexuales, extendiéndole otra invitación a que continuara su camino, con la excusa de que su presencia comenzaba a ser intrusiva y un tanto molesta.

El aeropuerto de Yakarta tiene muchas salidas para los distintos vuelos de llegada y la información que se proporciona es muy escasa. Andrei, sin haberse enterado que lo esperaba en el aeropuerto, llegó y se fue, y no fue sino hasta las diez de la noche que recibí un mensaje en el que me avisaba que él ya estaba en casa. Bonita empezaba mi experiencia Indonesia. Tomé el primer taxi que encontré y después de casi diez horas por fin dejé el aeropuerto.

Los baches por los que hube de atravesar en el aeropuerto y la expectativa de encontrarme con un monstruo de ciudad se vieron remplazados rápidamente por un oasis idílico al llegar a la “humilde” residencia de Clarita y Vasco. El Four Seasons Residences de Yakarta es un complejo de apartamentos de lujo, constituido por cuatro edificios de más de una treintena de pisos, que cuenta con piscinas, jacuzzi, gimnasio y todo tipo de facilidades y comodidades. No nos confundamos, Yakarta sí es una de las ciudades más grandes y caóticas del planeta, pero cuando se llega al aire acondicionado, un piso de ensueño, anfitriones del más alto estándar, viejos amigos y gratos conocidos, cualquier ciudad, por más pandemónium que sea, se convierte en paraíso.

Al llegar al apartamento lo primero que vi fue la hermosa sonrisa de esta guapa portuguesa que sostenía una copa de vino en ademán de bienvenida; Clarita, a quien veía por primera vez. Ya en el interior del piso conocí a Vasco, el otro anfitrión, que me recibió con la misma calidez; también a Lourenço, invitado de los anfitriones y gran amigo, quien se convertiría en un inseparable compañero de viaje durante más de un mes por el maravilloso país. Por último me encontré con Andrei, a quien hacía más de un mes que no veía y quien había cambiado su siempre impecable imagen de abogangster por  la mata larga y una abundante barba. La llegada iba tomando un dulce sabor.

Del complejo habitacional de lujo salimos poco; un par de veces para ver las prácticas de la selección indonesia de polo en el club ecuestre de la ciudad, otras tantas para recorrer la megalópolis, una visita a los inmensos centros comerciales de Yakarta, a comer a algún lugar cercano y nada más, siempre ansiosos de regresar al edén residencial.

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Pero la buena fortuna no acababa ahí. Después de dos días de estancia, Alá, Vishnu, Jesús, el Buda Gautama y todos los dioses que confluyen pacíficamente en el sureño país de Asia volverían a brindarnos la más cálida de sus sonrisas. Mientras cenábamos reunidos en el comedor del palacio portugués, conversando sobre los preparativos de la boda de Clarita y Vasco y los lugares que habríamos de visitar en Indonesia, Lourenço, quien había ido a su cuarto para buscar algo, salió con el semblante asustado y pálido, mostrando sobre la palma de su mano la razón de tan súbito cambio de ánimo. En un país que castiga con pena de muerte el tráfico de drogas y con varios años de cárcel su consumo y posesión, portar 10 gramos de chocolate puede poner nerviosos al más temerario, justo la cantidad que  Lourenço tenía en su mano. Había viajado de la India a Indonesia sin saber que una china se ocultaba en su bolsa de neceseres de baño. El riesgo de semejante olvido puede costar mucho, pero el disfrutar del producto una vez pasado el susto tampoco tiene precio, sobre todo cuando ya te has hecho a la idea de pasar un largo periodo de tiempo antes de volver a acercarte siquiera a alguna de estas sustancias. Como gente responsables, y para evitar enfrentarnos a una situación desagradable de cualquier tipo, Andrei y yo decidimos no salir del apartamento hasta no haber eliminado toda la evidencia.

Después de 5 días de gloria con nuestros grandes anfitriones y recargada la batería a tope en el Four Seasons rodeados de las mejores atenciones, estábamos listos para comenzar la grandiosa travesía por los recónditos confines del sur-este de Asia y, junto con Lourenço, un viernes por la noche tomamos un tren a Cilacap.

Este texto lo escribió Sacha a principios de agosto, cuando nos encontrábamos atorados en Labuhan Bajo tratando de resolver un tema migratorio. En su momento, yo le dije que no estaba seguro de querer compartir uno de los sucesos más graciosos (para nosotros, no tanto para un querido amigo nuestro) de nuestra llegada a Indonesia, considerando que el tema, absurdamente, sigue siendo un enorme tabú en México, y que por tanto convenía que lo narrara de una forma más sutil, quizás al estilo de Bob Dylan o Sixto Rodriguez. Hoy, por todo lo que ha pasado desde que Sacha me envió su texto a revisión, porque nunca lo adecuó y porque, como él, yo he aceptado que uno vive más tranquilo, congruente y feliz cuando se despreocupa del «¿qué dirán?», decidí levar mi censura y compartirlo con ustedes. Espero les haya gustado. Andrei Rostislavovich.

2 comentarios en “Yakarta, cayendo sobre blandito

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