Aprovechando la reciente publicación de un texto de Sacha en el que describe su llegada a Yakarta y los días que pasamos ahí, y aunque a ratos sienta que ya no hace sentido hacerlo, he decidido retomar el hilo de la narración del viaje y publicar algunos escritos que por falta de tiempo o energía no había podido terminar.
Después de cinco muy buenos días en Yakarta decidimos que habíamos visto y vivido más de lo que esperábamos de esta ciudad y que era tiempo de emprender nuestro recorrido por Indonesia. Carla se había ido a una sesión de relajamiento y piñas coladas en Gili Air; Vasco, a surfear a las islas Mentawai y Lourenço, a un retiro de meditación en Bogor, así que solo quedamos Sacha y yo en el Four Seasons Residences y sin compañía ni chocolate ya no era tan divertido. Nuestro tren salía en la noche así que, además de pasar horas en las albercas (tanto en la mañana como en la tarde), aprovechamos del día para hacernos de un smartphone, dispositivo que ni uno ni el otro había tenido antes y que nos habían dicho podría ser práctico para encontrar el camino, buscar hotel o mantenernos comunicables. Arné, quien llevaba ya un par de semanas en Yakarta dando un curso de Ashtanga, nos sugirió buscar en el centro comercial Grand Indonesia, sin advertir que justo enfrente estaba Plaza Indonesia, también un centro comercial pero de otro calibre.
Lo primero que nos llamó la atención al llegar al Plaza Indonesia fue el Lamborgini Diablo estacionado justo en la entrada; lo segundo, el personal de seguridad bien armado, operando un detector de monedas y llaves por el que todos debían pasar; lo tercero, el diseño espantoso del mall que, aunque de pisos de mármol, lo se asemejaba más a un edificio de departamentos u oficinas, oscuro, con techos bajos y tiendas cuyos nombres y mercancías solo se podían ver al estar justo frente a ellas y; lo cuarto, el lujo inverosímil de las mercancías de cada una de estas tiendas, incluso sobrepasando lo que había visto en Doha. No tardamos en dar la vuelta en U y optar por recorrer el Grand Indonesia.
Este centro, aunque más shopper-friendly que el anterior, tampoco lo era del todo, contando con 4 o 5 pisos y agrupando, sin advertir, las tiendas en función del tipo de mercancías que ofrecen; lo que implicaba que todas las tiendas de teléfonos estaban en un mismo piso, solo había que atinarle a cual. Cuando por fin encontramos una, fue muy difícil saber qué teléfono escoger, pues no teníamos experiencia con este tipo de aparatos y sus fichas técnicas no nos decían nada. Las vendedoras no hablaban bien inglés y nosotros a lo mucho habíamos aprendido a dar las gracias en indonesio. A pesar de las barreras, todos hicimos nuestro mejor esfuerzo y no solo logramos comprar un teléfono bueno, bonito y barato, sino que aprendimos bastante más indonesio en el ínterin y nos dimos cuenta que habíamos llegado a un país de gente extremadamente amable, atenta y agradable. Aunque la bondad de los jugadores de la selección nacional de polo ya nos había marcado, lo considerábamos un caso excepcional derivado de circunstancias excepcionales (éramos amigos de su entrenador). Esas horas pasadas en la tienda aprendiendo a usar nuestro nuevo teléfono detonaron nuestro proceso de enamoramiento con Indonesia.
Tomamos unos ojeke (moto-taxis) de vuelta al Four Seasons, dispuestos a disfrutar de la alberca unas horas más antes de partir a la estación de trenes Gambir. Lourenço, quien se suponía no tenía acceso a internet ni telefonía, nos había enviado un mensaje preguntando si seguíamos en Yakarta, pues por un malentendido lo habían expulsado de su retiro y venia en camino con la esperanza de encontrarnos y tener un lugar agradable donde dormir. Le informamos de nuestros planes y al cabo de unas horas llegó, extasiado de habernos alcanzado, y decidido a unirse al plan que con cierta temeridad yo había cocinado en estos días de encierro.
Antes de partir, Vasco nos había aconsejado viajar a Batu Karas, una playa poco conocida en la costa sur de Java, donde encontraríamos una ola muy amigable para aprender a surfear. Con la ayuda de una guía de 2004 decidí que la manera más divertida -aunque más complicada- de llegar era combinando tren, barco y autobús, en lugar del vuelo directo o la combinación tren-bus. No me importó, aunque si consideré preferible ocultarlo, que una guía de 2009 que me encontré en la sala del departamento mientras esperábamos el retorno de Lourenço sugería evitar esa opción dado que ya no corrían los ferris entre el puerto de Cilacap y el pueblito ribereño de Kalipucang, que era donde se suponía habríamos de tomar el primero de varios autobuses para llegar a Batu Karas.
El conserje del edificio muy amablemente nos consiguió un taxi a Gambir y, curiosamente, no hubo tráfico y llegamos bastante antes de lo previsto, lo que nos permitió dar un paseo por el Monumento Nacional, que esa tarde estaba lleno de gente chapultepequeando, volando papalotes y paseando en bicis y motos pimpiedas al puro estilo coapeño. En el jardín que rodea la antorcha gigantesca construida por Soekarno nos sentamos a ver la gente pasar en lo que Lourenço nos compartía los detalles de su experiencia en el retiro de meditación hasta el momento en que el gurú, a pesar de las suplicas e inclusive lagrimas de su discípulo, confirmó su decisión de echarlo a la calle.
Volvimos a la estación y, sin estar 100% seguros de estar abordando el tren y vagones correctos, nos separamos, dejando que Lourenço se fuera a ocupar un lugar en la categoría Executif y Sacha y yo a Bisnis.
Hacia mucho que no viajaba en tren y me emocionaba mucho la idea de tener la oportunidad de hacerlo. Un viaje que hice de Kiev a Beijing, pasando por Odesa y Vladivostok, me había hecho creer que podía aguantar cualquier cantidad de horas a bordo de un tren, pues había recorrido aproximadamente 15,000km (la mitad de los cuales no fueron planeados); pasado a bordo más de 350 horas e ido de aguilita al baño alrededor de 60 veces. Estaba convencido que seria el mejor medio para moverse largas distancias en Indonesia.
La categoría Bisnis que tomamos a Cilacap era similar a la sidyachi rusa y consistía de puras hileras de asientos donde acomodaban a dos personas. Una peculiaridad de los asientos era que eran reversibles, es decir que el respaldo se podía acomodar de tal suerte que siempre estuvieras orientado hacia la locomotora o, si viajabas en familia o con amigos, acomodar dos respaldos a manera de poder sentarse frente a frente. El vagón, a diferencia de la mayoría de los trenes rusos que experimenté, ofrecía aire acondicionado, aunque este podía resultar o muy frío o perfecto o ineficaz en función de donde estuvieras sentado. Los provodnitsi (ferromozos) recorrían con frecuencia los pasillos, ofreciendo nasi putih (arroz blanco) con tempe o pollo, almohadas en renta, y todo el camino estaba ambientado por música de los ochentas y noventas, destacando la repetición de canciones de Rod Stewart, Brian Adams y Bon Jovi. La noche pasó rápido, logramos dormir un poco y, al igual que los trenes sovietilandeses, este tren llegó perfectamente puntual a su destino, a las prometidas 5.15am.
Pingback: ¡Salud! (Cont.) | Gôin̉gṆỡẈ