Crónica de una Varadura anunciada. Segunda parte.

«My father, who was very ancient, had given me a competent share of learning, as far as house education and a country free school generally goes, and designed me for the law; but I would be satisfied with nothing but going to sea; and my inclination to this led me so strongly against the will, nay, the commands, of my father, and against all entreaties and persuasions of my mother and other friends that there seemed to be something fatal in that propension of nature tending directly to the life of misery which was to befall me.»

– Robinson Crusoe

Eran como las 0400 cuando un estruendo, seguido de un madrazo, me despertó. Dos horas antes me habían relevado en el timón y quise aprovechar el descanso para tratar de dormir. Cumpliendo con los protocolos de navegación nocturna, me había puesto un chaleco salvavidas e informado al Capitán -y al ahora timonel- que pretendía acostarme en la proa. Acostado sobre un cojín en el pasillo de la amura de estribor, entre una escotilla y el barandal, podía admirar un cielo sin luna, millones de estrellas y la gigantesca vela spinnaker que habiamos izado poco antes del atardecer. Nunca había conseguido que Piccolo fuera a más de siete u ocho nudos y ahora, a pesar del dingui maldito arrastrado de la popa, habíamos estado cortando el Mar de Andamán a una velocidad promedio de nueve nudos. Era como si el mismísimo Gran Buddah de Phuket se hubiera apiadado de nosotros, soplando a todo pulmón para que recuperáramos el tiempo perdido entre la ida al supermercado, el brunch, los trámites burocráticos y la descompostura del dingui. Íbamos, como dicen por ahí, viento en popa.

Una ligera sonrisa relajaba los músculos de la cara que el sol y el esfuerzo de volar la spinnaker habían acalambrado durante la tarde y la noche. No tardé en quedarme dormido y comencé a soñar que compartía una enorme carabela con Odiseo, Robinson Crusoe, el Capitán Ahab, Luis Alejandro Velasco y Piscine Molitor. El griego y el gringo, cargados de soberbia, necedad y mal humor, se disputaban el mando del navío, mientras el inglés y el indio, claramente arrepentidos de haberse embarcado y llenos de nostalgia, intercambiaban recetas de supervivencia. El colombiano y yo, entretanto, sin expresar palabra alguna, mirábamos fijamente hacia el horizonte, como hipnotizados ante los cambios graduales en los colores del cielo, la textura del mar y la temperatura del viento. Luis se veía sereno y hasta contento, a pesar de estar nuevamente en ese elemento que tanto le había hecho sufrir; ejemplo, supuse, de lo que puede el hombre con tal de alejarse de la podredumbre de sus gobernantes. Navegábamos por los seis océanos, siguiendo a una ballena al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos y del Maelstron noruego; yendo a lugares de otra forma inaccesibles y cumpliendo el sueño de ver aquellas islas sobre las que escribí mi tesis de maestría, las cuales, tristemente, en un par de décadas habrán quedado sepultadas o inhabitables debido a la subida del nivel del mar (como las que aquí menciona The Guardian). Aprendía a pescar, cazar, domesticar, plantar, cosechar, desalar, fermentar y ser paciente. Me veía alejado para siempre de las corbatas, sogas que por muy invertidas que estén, acaban por colgar a un hombre si se descuida; ajeno a los últimos escándalos de corrupción, abuso de poder e impunidad mexicanos (resumidos ahora bastante bien por El Financiero); sumergido en un mundo que no pertenece a los hombres, volando sobre arrecifes que pescadores aún no han dinamitado o turistas, pisoteado torpemente con sus aletas; leyendo, escribiendo, soñando, viviendo -y produciendo vídeos piñatones sobre la experiencia, para que extraños apoquinen nuestros gastos de viaje. Como todo buen sueño, el mío terminó de súbito, aunque quizás para bien, considerando lo desventurada que era esta tripulación.

Escuché una fuerte explosión, como si, a unos ocho o diez metros arriba de mi cabeza, un Cíclope hubiera reventado una bolsa de mareo proporcional a su tamaño. Abrí los ojos y vi como se desplomaba la tremenda spinnaker. Medio dormido y atarantado, traté de hacerme a un lado para no quedar atrapado debajo de ella, pero fallé en observar que la escotilla a mi derecha estaba abierta. Al posar mi brazo sobre lo que suponía era su tapa, todo mi peso se fue hacia el interior del barco y solo se detuvo al estrellar mi cara contra el marco de la ventana. La vela me cayó encima, prolongando mi confusión. Por unos minutos permanecí sentado con las piernas cruzadas, viendo estrellitas volar en torno a mi cabeza y, aunque borroso, a mis compañeros jalando la vela para empacarla. Sintiéndome aún en el contexto del sueño, rodeado de hombres invencibles, fingí que estaba bien y fui hacia la popa a preguntar qué había sucedido.

El timonel me explicó que el viento había muerto y la reducida tensión en la spinnaker, el ligero vaivén de las olas y la ocasional ráfaga habían hecho que la vela aleteara con fuerza, provocando los tamborazos que me habían despertado. Pregunté por qué no me habían pedido ayuda para arriar la vela, o al menos advertido que me venía encima, a lo que, con aire sorprendido, el Capitán respondió que me hacia en una de las camas bajo cubierta.

Izamos el foque, el primer oficial tomó mi lugar en la proa, el Capitán, el timón y yo me quedé a su lado para asegurar que se mantuviera despierto. Luego de verlo cabecear un par de veces y notar que difícilmente mantenía el rumbo, lo relevé y sugerí que durmiera un rato, pues el güero estaba por hacer su aparición e iba a ser difícil dormir con el calor que traería. Aceptó la propuesta y se acostó a disfrutar del cielo estrellado, a veces apuntando a alguna estrella o constelación, luego convencido de que había distinguido, entre tantos puntitos, un satélite, del cual, según el, se alcanzaban a apreciar sus paneles solares. Finalmente, cayó dormido. El mar se había aplanado por completo, a penas se sentía una ligera brisa y nuestra velocidad había bajado a dos nudos, eliminándose por completo el sonido del barco -y del dingui- a través del agua. Sólo el ocasional ronquido del Capitán irrumpía en la noche negra.

Por fin a solas, tomé unos hielos de la nevera y busqué anestesiar mi cara. Aunque no estaba sangrando, sentía un terrible dolor en la frente y en la parte alta de la nariz. Me preocupaba haberme fracturado nuevamente la nariz, pues en los últimos años un codo, una culata y el martillo de un cirujano amateur me habían llevado a sufrir varias operaciones y dejado traumatizado. Me propuse pasar el tiempo distinguiendo los tipos de barco que tenía a mi rededor, buscando cuales eran de pesca, cargueros, yates de vela o motor, percibiendo a veces unos focos rojos, otros blancos, y en ocasiones los inconfundibles focos verdes de los pulperos, potentes como los del letrero del MGM en Las Vegas. Una a una, las estrellas se iban apagando y, a pesar del daño sufrido, me sentía feliz, tranquilo en la inmensidad de la noche y listo para recibir la aurora de rosáceos dedos.

Detrás de la decena de islas que tenía a babor iban naciendo aquellos dedos que tanto gustaban a Homero y, con ellos, comenzó a sentirse calor en el Andamán. El Capitán, dormido aún, se iba volviendo más y más seboso y el primer oficial, acostado sobre el cojín que yo había dejado en la amura de estribor, empezaba a inquietarse. No tardarían en despertar y, muy probablemente, en sugerir encender el maldito dingui, pues casi no habíamos avanzado en la última hora, el mar parecía de aceite y aún estábamos a cincuenta millas náuticas de Langkawi.

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