Hace unas tres semanas me encontraba a bordo de un velero en el estrecho de La Perouse, entre las islas de Hokkaido y Sakhalin. Habíamos zarpado diez días antes de Petropavlovsk-Kamchatski con apenas suficiente combustible para la mitad del trayecto hasta Japón, lo que nos forzaba a estar al pendiente del viento las 24 horas del día. Vientos leves y una espesa neblina nos obligaron a usar el motor mucho más de lo prudente y la tensión a bordo iba creciendo con cada litro de diésel que se evaporaba. Soplaban a penas ocho nudos y con las velas que llevábamos avanzábamos a escasos 2 nudos -que es la velocidad a la que alguien con bastante hueva camina. Estábamos a la vez tan lejos y tan cerca de nuestra meta. Sugerí entonces cambiar el foque por una genova dos veces más grande; vela que nunca usamos en el Mar de Bering, donde sufríamos ráfagas de hasta 50 nudos, porque hubiera o explotado en mil pedazos o doblado el mástil como si fuera un popote.
Una combinación de pequeños desgarres en el grátil de la vela y roturas en la pista del estay de proa hicieron que la vela se atorara encontrándose a poco más de medio camino. No había forma de izarla ni bajarla sin mandar a alguien a la verga para de ahí bajar en rapel por el estay y desatorarla. Debíamos actuar rápido porque, como siempre sucede en estas situaciones, el viento incrementó y amenazaba con despedazar la vela. El Capitán se ofreció para escalar el mástil y yo tomé el timón, tanto para evitar una colisión con alguno de los tanqueros o cargueros que también iban transitando por el canal como para tratar de suavizar el vaivén del barco y así evitar que el Capi se convirtiera en Volador de Papantla. Con la vela sacudiéndose enfurecida y el Capitán haciéndola de trapecista nos fuimos acercando a Rusia. Tan absorbido estaba yo en mi labor que no le presté atención a lo que sonaba a un juego de bingo transmitido por el VHF.
Después de casi una hora de lucha, con las manos ya ensangrentadas, el Capitán logró zafar la vela, que bajamos y dejamos hecha bulto sobre la cubierta. Poco después de retomar el canal navegación la Guardia Costera nos abordó. Cual Tamarindo en Día de las Madres, el oficial nos informó que quedábamos detenidos y el barco arrestado por penetrar en aguas territoriales rusas sin su autorización. Siendo el único a bordo que hablaba ruso, fui el único que se cagó encima. Habiendo desafiado y vencido los vientos y olas del Bering, los osos y las morsas de Alaska y la cirrosis en Kamchatka, nuestro viaje terminaría en una celda en Korsakov, si no en un gulag en Siberia.
Disimulé tanto como uno que se ha cagado encima cree poder disimular y empecé a alegar el derecho de paso en tránsito que toda embarcación tiene para navegar por un estrecho utilizado para la navegación internacional. Me concedió mi argumento, pero reviró preguntando, por un lado, por qué nos habíamos desviado del estrecho y acercado a menos de una milla de la costa y, por el otro por qué no había respondido a sus llamados por radio. Empezaba una ronda de final del Jessup (competencia mundial de derecho internacional en la que participé de estudiante), de aquellas donde ya no se trata tanto de qué sabes, sino como lo vendes y que tan bien caes.
En respuesta a lo primero, le hablé de las broncas que tuvimos con la vela, apuntando al enorme bulto que yacía sobre la cubierta, y de como eso constituía una fuerza mayor; a lo segundo, que estando en un estrecho altamente transitado, yo había estado a cargo de monitorear el VHF y que no había escuchado los llamados, quizás por el caos que teníamos sobre la cubierta; probablemente por mi limitada maestría de su idioma. Con cara incrédula, repitió que nos llamaron una decena de veces, indicando nuestras coordenadas. Por fin entendí qué era aquello que me había sonado como un juego de bingo. En lugar de llamarnos por el nombre del barco, que es un dato publico visible en AIS (un sistema muy chingón que a través de GPS te permite ver la ubicación de cualquier barco en el planeta, su nombre, características, signo distintivo, rumbo y velocidad), habían guacareado una docena de números, en chinga, que con mi nivel de ruso no habían hecho mucho sentido. Me disculpe por mi ineptitud. El oficial prosiguió con su madriza preguntando por qué, si teníamos una situación de fuerza mayor, no habíamos informado a la Guardia Costera. Su argumento me hizo sentido desde el punto de vista jurídico pero en la práctica, con un capitán en la verga, una vela a punto de reventar y la esperanza de que pudiéramos resolver el problema en pocos minutos, no; argumento que traté de explicarle a la muy seria autoridad.
No lo convencí y ofreció que alegara esta postura ante los jueces de Korsakov, a donde nos remolcarían si no le echaba más ganas. Para esto, el Capitán ya intuía que nos estaba yendo mal. Le explique que nos estaban arrestando y ¡claro! se cagó. Ante la pena de ver su cara torcerse, prometí que eso no sucedería.
Repetí tres veces la misma historia y argumentos, les juré que había sido sin querer queriendo, que lamentaba si se nos había hecho fácil y que sólo eramos unos inocentes e ignorantes veleristas tratando de llegar a Japón para celebrar mi cumpleaños en tierra, sin intención alguna de volver de ilegales al país que tan bien nos había acogido semanas antes. Todo esto en un ruso tarzanesco pero lleno de sinceridad y confianza. Por fin conseguí que el oficial y sus marineros se rieran.
El oficial se retiró a discutir el caso con sus colegas y volvió al cabo de 10 minutos, nuevamente serio, a pedirnos nuestros pasaportes y los documentos del barco. A pesar del pequeño triunfo, mi experiencia previa con Tamarindos me hizo pensar que una vez entregados los papeles no los volveríamos a ver hasta cumplir nuestra pena en el gulag o pagar una buena mordida. Volví a implorar. Le pedí que me ayudara a ayudarle. Le hablé del respetable desempeño de la selección rusa en el mundial y de lo guapas que me parecen las rusas. Las risas volvieron y el oficial, habiendo percibido mi angustia, prometió que solo les iban a sacar unas copias, levantar un acta y que nos soltarían.
Traduje todo al Capitán, quien accedió a entregar nuestros documentos. Pasó otra media hora y me pasaron el acta a revisión y firma. Cual acta de Ministerio Público mexicano, estaba ininteligible, además de en ruso, pero siguiendo mis costumbres arraigadas de lic., la rubriqué y le sugerí al Capi firmarla.
Nos devolvieron nuestros documentos y soltaron sus amarres, no sin antes recordarnos la obligación de enarbolar su pabellón mientras navegaramos en aguas territoriales rusas.
Por supuesto que, como siempre sucede en estas situaciones, el viento murió en cuanto nos soltaron y tuvimos que usar el motor para alejarnos de Rusia. Cargado de adrenalina, baje por nuestra última botella de vodka. En eso, sobre una cama, noté la caña de pescar de uno de nuestros flamantes tripulantes, húmeda y con el anzuelo enredado en algas, y antes de poder echarme el primero de varios caballitos necesarios para calmar mi ritmo cardíaco, le tuve que mentar la madre y explicar que bajo el derecho internacional no constituye paso inocente el andar pescando, que por su culpa ¡hubiéramos podido acabar en un gulag!
Contra todo pronóstico meteorológico, esa noche se levó el viento y dos días después, con los vapores en reserva, llegamos a Otaru en Hokkaido, donde pasamos mi cumpleaños comiendo sashimi, bebiendo Sapporo y echando el karaoke.
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