El día de ayer, 10 de octubre, luego de tres muy buenos días de buceo en Amed, casi seis horas de camino para recorrer 180km y a 4 meses de haber pasado por aquí con Sacha para descansar, surfear y presenciar la ceremonia de cremación de una señora importante de Lalang Linggah, volví a la bahía de Balian para retomar la rutina de la que me enamoré en Rote. Mi llegada al Surf Camp coincidió con la parte final de otra ceremonia de cremación, donde rodeados de alrededor de treinta sonrisas, la familia de un difunto balinés se disponía a esparcir sus cenizas en el mar.
Cumplo 5 meses de haber llegado a Indonesia para iniciar un recorrido por el sureste asiático, supuestamente rumbo a las estepas de Mongolia, y tiene un mes desde la cremación del propio Sacha en el pueblo de Nusa Dua, también en la isla de Bali.
Quienes han tenido la suerte de visitar Bali saben que aquí las cremaciones no son enchiladas; son el resultado de semanas, meses, o hasta años de ceremonias, preparativos y mucho ahorro y sacrificio. Son tremendamente complejas y no pretendo saber mucho al respecto, pero con el animo de compartirles un poco de lo que he vivido y aprendido sobre el tema, y porque me importa que quienes conocieron a Sacha sepan que su partida no hubiera podido ser en mejores términos, los siguientes textos tratan de cremaciones balinesas (primera parte) y en particular la de Alejandro (segunda parte).
Para los balineses, el cuerpo es solo una botarga temporal que mantiene el alma arraigada a la tierra en lo que acumula buen karma, lo que le permite irse al cielo cuando muere o, luego de muchas reencarnaciones y un tremendo superávit de buen karma, alcanzar moksa y volverse uno con dios.
Cuando alguien muere, todos los pensamientos y acciones de quienes se quedan se enfocan en hacer lo necesario por asegurar el libre tránsito del espíritu del difunto hacia el cielo y evitar que se quede merodeando en la tierra. De su casa al cementerio (donde hacen la cremación), el cuerpo será llevado por todos los invitados al ritmo de la música y baile y en el camino darán giros y rodeos para despistar al espíritu y ayudar a que se desprenda del cuerpo; proceso que se dificulta si esta rodeado de tristeza y, supuestamente, se facilita con una alegre celebración. La incineración de los cinco elementos del cuerpo (aire, tierra, fuego, agua y mente) tiene como objetivo asegurar que el alma se desprenda de este y, por respeto y por temor, los balineses no escatiman en sus cremaciones. Consideran que el alma tiene el potencial de deificarse y por lo tanto se involucra, además de la familia nuclear, la extensiva y en muchas ocasiones, todo el pueblo; es importante comenzar de la mejor manera la relación con el nuevo dios. En caso de no deificarse, las ofrendas no dejan de ser importantes, ya que buscan a la vez pedirle a dios que purifique y reencarne el espíritu en una forma superior y así, poco a poco, ir acortando el camino a moksa.
Después de horas de llamas, la familia rosea las cenizas con agua y recolecta los restos de huesos para llevarlos al mar o, si no hay una playa cercana, a un río que sepan desemboque en el mar, ya que solo llegando al mar los cinco elementos del cuerpo se reúnen con el universo. Es por eso que en la isla a veces se ven convoyes de muchos autos y camionetas atiborradas de personas descendiendo de las montañas; aunque tampoco descarto la posibilidad de que algún parque de diversiones balinés ofrezca la promoción de auto sardina como lo solía hacer Reino Aventura en los tiempos de Keiko.
La ceremonia que presenciamos hace 4 meses fue muy interesante y en el texto «Entre el Surf y la hoguera» prometí contar al respecto. Nuestro día había empezado con unas buenas sacudidas en las olas de Balian (mucho más rudas que las que vi hoy) y teníamos cita con Wayan, quien, además de ser el administrador del Surf Camp, resultó ser el sacerdote del templo de la sabiduría de Lalang Linggah. Llegamos al cementerio y, como quien dice, aun estaban inflando los globos. Decidimos hacer tiempo echándonos un cafecito en la tiendita que está en el entronque con la carretera que va de Denpasar a Gilimanuk, donde el día anterior habíamos comprado unos gigabytes para el teléfono (aquí se le dice kuota) y otros víveres importantes, como galletas Oreo y papitas, que son difíciles de procurar en esta bahía.
Curiosamente, esa mañana habían varios policías en la intersección, uno de los cuales me regañó por no traer casco. Sus colegas, mientras tanto, sacaron los celulares anticipando la oportunidad de unas groupfies con los bules que, para ellos, curiosamente habían aparecido en la intersección esa mañana. Nos tomamos un par de fotos con los polis, otras con algunos locales, y disfrutamos de un cafecito al borde de la carretera.
Conocimos a Nyoman, primo de Wayan y chófer al servicio de la familia de la señora que varios meses atrás había muerto de cáncer y que ahora cremarían. Los temas de nuestra conversación fueron varios y variados: nos preguntó qué tan mal nos habían tratado los musulmanes en Java; si estábamos consientes del problema en el que nos habíamos metido por comprar motos en lugar de rentar; si éramos casados o, como muchos bules, andábamos en busca de esposas balinesas; y si en México de verdad estaba tan jodido el tema del narco y la inseguridad.
Al cabo de media hora todos se pusieron de pie y vimos a los policías bloquear ambos sentidos de la carretera. Poco tiempo después, llegó al entronque una procesión de unas 70 personas, de los cuales 25 habrán sido músicos con instrumentos de cuerda, tambores y platillos, aunque sin mucha armonía.
Otros 20 iban cargando sobre sus hombros una tremenda torre donde de pie, dentro de un sarcófago envuelto de diversas telas, iba la señora, escoltada de dos sacerdotes vestidos completamente de blanco. Me recordó un poco las descripciones que había leído o escuchado sobre la caravana de Atahualpa cuando se encuentra con el culero de Pizarro.
Antes de bajar hacia el cementerio, para despistar al espíritu de la difunta, la procesión dio tres vueltas a un árbol que está justo en la intersección. Mientras tanto, la fila de autos y camiones detenidos seguía extendiéndose por centenas de metros, sin que en todo este tiempo se escuchara un solo claxonazo.
Por fin llegaron al cementerio y en una explanada de pasto encontraron lista la parrilla donde colocarían el cuerpo luego de varios ritos y bendiciones. Poco a poco fueron abriendo la torre y sacando el cuerpo envuelto en seda blanca, recostándola cuidadosamente sobre los brazos de sus parientes y amigos para ser depositada sobre la parrilla.
Comenzaron otras bendiciones, ahora coordinadas por Ketut, el banjar o jefe del pueblo, y luego se acercaron familiares y amigos a colocar ciertos objetos apreciados por la señora o que representaban la amistad que habían tenido con ella.
También colocaron muestras de sus platillos favoritos y algunas ofrendas. Entre todos, comenzaron a encender la tela que la envolvía. Finalmente llegó un joven con dos tanques de gas y un lanza llamas a asegurarse de que todo incendiara correctamente. Fue envolviendo la parrilla de placas de fierro para contener las llamas y mantener una alta temperatura alrededor del cuerpo.
En todo este tiempo no vimos ni una lagrima ni un rostro desalmado; todos se veían concentrados en su tarea: procurar que el espíritu se vaya en paz y el alma alcance el cielo. Nosotros, en cambio, como moscas en la sopa, sabíamos que nuestra presencia en la ceremonia causaba curiosidad y quizás molestia, así que permanecíamos alertas a cualquier comentario o mirada rara mientras presenciábamos todo esto a unos veinte metros de las llamas, respetuosamente, bajo la sombra de una palmera, viendo como el fuego lo consumía todo y la gente observaba con mucha atención.
Vino entonces un señor a decirnos, con una cara muy seria y de pocos amigos, que nos alejáramos de la palmera. Primero pensé que era por nuestra ubicación respecto a la parrilla, que quizás afectaba el paso del espíritu o la conexión con el templo del cementerio. Luego pensé en el curioso énfasis con el que apuntó a la copa de la palmera y, no viendo ningún monkiki, concluí que simplemente nos estaba alertando sobre el potencial descalabro por un coco.
Nos quedamos hipnotizados un largo rato por la hoguera, pero como ya no teníamos una sombra que nos protegiera del sol que ya se acercaba al zenit, empezamos a alejarnos, despidiéndonos de cuanto lalanglinggués encontrábamos camino al entronque, donde Juanita Chantik se había quedado desde varias horas antes. Saludamos cordialmente a los policías -aunque con miedo a despertar su hambre por una mordida- y descendimos hacia la playa, esquivando a los músicos, amigos y familiares que habían elegido sentarse sobre la calle en lo que terminaba de consumirse el fuego. El resto del día se fue atendiendo pendientes administrativos de México y paseando por la playa con Sacha y Lourenço, quien había venido desde Canggu a pasar el día y ver si las olas lo recibían con brazos abiertos, pero estas no habían hecho más que crecer.
Poco antes del atardecer, la procesión llegó al Surf Camp y, luego de varias ceremonias y bendiciones, esparcieron las cenizas en el mar. Se quedaron congregados en la playa una hora o dos, a ratos muy solemnes, otros conversando alegremente, probablemente sobre los buenos ratos que habían disfrutado en esa misma playa con la señora y, quizás, lo importante que es que quienes siguen con vida en la tierra sean felices y continúen acumulando ese buen karma que los acercará a moksa.