¡Salud! (Cont.)

Resulta que en México, hacerse la prueba del dengue es más complicado de lo que uno podría imaginar. Hay varios tipos de exámenes y uno tiene que saber cuál quiere. Además, cada una de las opciones esta carísima y no cualquier laboratorio las hace. Para un procrastinador nato, el resultado es que la prueba quedó para después y que nuevamente estoy navegando en la incertidumbre. La sensación, sin embargo, sigue muy presente, y desde aquel episodio malévolo en el estrecho de Malaca no había logrado recordar con precisión cuando había sido la última vez que me sentí así de gacho.

Hoy, de golpe, mientras me preparaba para borrar un par de pendientes de una lista abrumadora de talachas, lo recordé con suma claridad, y la historia, como muchas de las mías, es larga y preferí dedicar mi tarde a narrarla que retomar mi responsabilidad de capitán.

La historia se remonta a mayo de 2015 en Batu Karas, un pueblo en la costa suroeste de Java, donde una ola larga y dócil atrae a surfers de todo el mundo, pero sobre todo de Australia, para practicar tabla hawaiana y disfrutar de la tranquilidad y amabilidad de sus habitantes; similar al Puerto Escondido de hace más de 20 años. Es una verdadera putiza llegar; sólo comparable, en mi mente salada de hoy, con la que implica navegar en invierno hasta Puerto Refugio en la isla Ángel de la Guarda o de Raja Ampat a Ambon en verano -historias que espero algún día encuentren su espacio en este blog. Sé que estas comparaciones de nada sirven al lector, así que trataré de resumirlas: ambas implican navegar contra vientos y corrientes muy fuertes, la primera incluso contra olas altas y de frecuencia muy corta; implican esfuerzos físicos importantes e invaden la mente de dudas sobre su factibilidad. La tentación de dar vuelta en U siempre está presente y la tensión entre los tripulantes/compañeros de viaje se puede cortar con sierra. El grado de satisfacción al lograrlo es proporcional al sufrimiento, como para quien ha llegado a la cima de una montaña, conseguido hacer sus compras de navidad justo antes de Noche Buena o concluido los trámites de titulación en la UNAM.

Volviendo a Batu Karas, por alrededor de 10 dólares la noche, Furlong y yo compartíamos un colchón matrimonial en el suelo de una pequeña recamara, que además contaba con un kamar mandi: WC de un hueco en el suelo, un barril lleno de agua y una jícara. La recamara había sido construida arriba del warung de Rini, nuestra linda anfitriona, y de otros kamar mandi, justo frente a una diminuta caleta. No tenía ventanas, pero a la altura del techo estaba completamente abierta y eso permitía que fluyera el aire y que los moscos entraran y salieran a placer. En la recamara de alado vivía plácidamente Lourenco, un loquito portugués que conocimos en Yakarta y con el que estábamos viajando en esta primera etapa.

 

A los seis días de llegar, ya nos sentíamos cómo locales. Los batukarenses nos llamaban por nuestros nombres, incluso en pueblos vecinos; todos los días tomábamos clases de indonesio, nunca con el mismo profesor y siempre dudando si efectivamente era indonesio o más bien sudanés lo que nos enseñaban; clases basadas en conversaciones sobre fútbol, box, lucha libre o telenovelas mexicanas. Nos acostumbramos al llamado a rezar de las cinco de la mañana y a ver como inmediatamente después la playa se llenaba de feligreses vestidos de pies a cabeza, que así mismo se metían a nadar justo en el camino de los surfers de las primeras olas del día. Furlong acostumbraba despertarse a esta hora, disque pa’ surfear, pero, como en México, requería de al menos dos cafés y varios cigarros antes de decidirse a hacer cualquier cosa. Por fin a las siete u ocho se echaba un par de olas, mientras que yo me quedaba en el cuarto echando la hueva hasta las nueve.

Batu Karas pareció un excelente punto de partida para nuestro viaje por Indonesia.

Aprendí a pararme en una tabla de surf, a contar y saludar en indonesio, hicimos muchos amigos, desarrollé los muslos cagando de aguilita, me acostumbre a la ducha a jicarazos, me di una primera empapada con la cultura musulmana y sus hábitos de natación que yo juraba exclusivos de Caleta y Caletilla, recibí una introducción a lo mamones que pueden ser los surfers australianos, que no toleran ver principiantes en el agua pero viajan miles de kilómetros en busca de la ola más fácil de Indonesia, pero también conocí a aquellos que viven para disfrutar de la vida, para compartir su conocimiento y emociones, que reciben con brazos abiertos a extraños y conocidos y que se desvían para ayudar. También me acostumbré a que me dijeran bule (gringo, güero, farang…) y a que extraños se quieran tomar fotos conmigo, a que no haya internet y, claro, a tener que cagar de aguilita y bañarme a jicarazos. Tristemente, también me empecé a acostumbrar a ver basura por todos lados y, lo más extraño, a gatos sin cola o con doble cola, aspecto que lucen desde que nacen, no por mutilación.

Por más acogedor, necesitábamos planear nuestra huida de Batu Karas, tanto porque nos esperaba una boda en Bali como otras 13,000 islas que conocer. Pero la madriza que implicó llegar (taxi, tren, moto, lancha, panga, peseros, triciclos y pickup) nos impedía decidir sobre cómo salir y hacia dónde dirigirnos. Las principales opciones implicaban combinaciones de moto-bus-tren-moto o moto-avión-avión-moto o minibús-tren-moto, todas estas de varios días de tortura. Pasábamos nuestros días combinando el surf con el procrastineo frente a la Lonely Planet, o al internet bien lento de nuestro primer smartphone, o en un cibercafé sin internet o en una agencia de viajes que poco sabía de viajes.

Por fin compramos unos pasajes de tren a Surabaya. No era lo que teníamos en mente cuando llegamos a la agencia. Íbamos a comprar unos boletos a Yakarta, para que la combinación de transporte se limitara a moto, avión y taxi, con el beneficio agregado del aire acondicionado, WIFI, alberquita y buena compañía que teníamos allá. De alguna manera, en la agencia nos dieron a entender que para Yakarta, todo estaba agotado. Fue gracias a mapas colgados en las paredes que logramos improvisar, en menos de una hora, la alternativa que ahora nos llevaría a la segunda ciudad más grande de Indonesia, puerto importante y punto de salida hacia varios lugares, como la isla de Madura, los pueblos de Malang y Probolingo (de donde salen los tours al volcán Bromo) y, de perdida, los ferris y camiones a Bali. Esta alternativa implicaba tomar una minivan a las 7am, trasbordar a un guajolotren a las 10am, para llegar al Lázaro Cárdenas indonesio a las 930pm. Sería un día largo, sobre todo porque la codera nos llevó a comprar boletos para la categoría más jodida disponible. Aunque me había encantado Batu Karas, donde me sentía en casa y hasta consideraba posible quedarme a vivir para siempre, ansiaba seguir explorando Indonesia. A Bali íbamos por una boda pero más allá de eso no me atraía mucho como destino. Me la imaginaba repleta de aquellos surfers soberbios o del equivalente australiano de spring breakers. Me emocionaba más pensar en lo que le seguiría, pues aunque apenas estábamos empezando nuestra odisea, Indonesia ya nos había enamorado y era claro que pasaríamos muchos meses aquí, buscando recorrer el mayor número de islas habitadas del archipiélago más grande del mundo.

Después del paseo minibús, en el que dormí casi todo el camino aún con los acelerones, enfrenones y claxonazos del chófer, llegamos a Sidareja, donde abordaríamos la categoría más pinche de la de por si pinche Ekonomi Klas. Cómo llegamos un poco temprano, nos fuimos a dar un paseo y ver si conseguíamos algo que desayunar. Nos entretuvieron unos viejitos que, a señas, querían saber de dónde veníamos. Al responder «México», todos juntos, como si lo hubieran ensayado, fruncieron las cejas e imitaron los disparos de ametralladoras. Así la imagen de México en este culo del mundo.

Desde el primer minuto a bordo, el viaje fue un infierno. Hacia un chingo de calor, no cabíamos en los asientos de plástico macizo, la ruca de enfrente llevaba su maleta en el pequeño espacio diseñado para intercalar los pies, el vagón iba repleto, incluso con gente instalada en los pasillos y a mí me estaba pegando una fiebre que sólo me hacía pensar en malaria o dengue. A las dos horas de partir, me levanté para recorrer el tren, con la esperanza de encontrar algo de aire fresco, el vagón restauran, un mejor lugar o simplemente estirar las piernas. A diferencia de los trenes rusos, aquí no había vagón restauran ni espacios donde uno pudiera asomarse por la ventana a respirar. Donde había ventanas abiertas, había un aperre de cabrones fumando clavo. No había ni un lugar libre en todo el tren, aunque si había vagones con aire acondicionado o sillones acolchonados. Nada se antojaba más que bajarse del tren, sin importar donde fuera. Faltaban 9 horas para llegar a Surabaya y yo me sentía cada minuto más débil y hasta con ganas de llorar, recordando los miles de minutos que faltaban.

Una hora antes de que el tren pasara por Yogyakarta empecé a delirar que todo el viaje era un error; que quien era yo para pensar que podía viajar a lo rudo por 6 meses, habiéndome vuelto un abogado marrano, fan del confort y la buena comida; deseaba irme a casa, echar un FIFA entre amigos en la comodidad de mi sala; dormir solo en mi cama matrimonial con edredón de plumas, cagar sentado, etc. Maldecía los kamar mandi, que ahora veía como cunas de mosquitos enfermos, y ese colchón en el suelo que seguro había permitido que más de una araña me envenenara. Con apenas dos semanas en el país, ya estaba hasta la madre del nasi goreng (arroz frito) y su aún más pinche primo, el mie goreng (fideo maruchan frito).

Faltaban ahora 50 minutos para llegar a Yogya y, temiendo un batazo, me atreví a sugerirle a Furlong que nos bajáramos ahí en lugar de seguir hasta Surabaya. No veía posible sobrevivir el viaje, al que aún le faltaban 8 horas. Pasaron otros 20 minutos y ya no sentía mis pies, me dolían las rodillas y deseaba que me amputaran las nalgas. Me temblaban los cachetes y sentía un terrible nudo en la garganta. Volví a tocar el tema de bajarnos. Furlong no se oponía, pero tampoco decía mucho. Parecía estar de acuerdo pero sin querer aceptarlo. Cuando quedaban 25 minutos para llegar a Yogya empecé a creer que no llegaría, que me moriría poco antes de llegar. La estaba pasando mil veces peor que en una clase de Derecho Administrativo o que los últimos 25 minutos de un lunes de cruda en la oficina; casi tan mal como si me hubieran atado a ver el Teletón. De súbito caí noqueado y dormí los 20 minutos que le tomó al tren atravesar los suburbios de Yogya y entrar a la estación. Al llegar, Furlong me despertó para confirmar si aún me quería bajar. Asentí y salimos por patas de esa caldera ferroviaria.

Nuestra estancia en Yogyakarta fue extraña. Después de un paseo por la calle Marlboro y una cenita carísima en Pizza Hut, me acabó por tumbar la porcina y no salí de la cama por 20 horas, pasando calores y heladas, empapando las sabanas de sudor y luego sufriendo el frio que su humedad provocaba. Me dolía la cabeza pero peor que eso, todas las articulaciones. Era como tener acalambrado todo el cuerpo. Temía que fuera algo que me obligara a volver a casa, porque a pesar de mi berrinchito en el tren, en mi delirio febril confirmé que no quería volver a casa, que no quería dejar de viajar, dejar de aprovechar la libertad que acaba de readquirir y que esperaba me ayudara a encontrar el camino a una vida más saludable, satisfactoria. Tenía claro que no volvería a viajar en Ekonomi y que procuraría encontrar habitaciones un poco más alejadas de los kamar mandi, tal vez hasta con mosquiteros; era importante seguir adelante.

En Yogya, aparte de dormir, aprovechamos el WIFI y la electricidad para ponernos al día con el mundo, armar este blog (que 5 años después sigue vivo) y planear nuestra ida a Bali. No compramos Batik ni fuimos a Borobodur. Aunque después de esa súper siesta me reincorporé como nuevo, por temor a recaer preferí ver Bromo desde el avión y dirigirme lo más rápido posible hacia una playa con «western food»: Canggu.

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